Al leve roce de los cuerpos, sus células tiemblan cual si afinaran, bajo su plasma, los instrumentos musicales. Es como revivir ese abejeo loco de los atriles que se percibe momentos antes de que el telón eche a correr para que la música reine.
Él yergue su batuta con la mano diestra. Ella, como la orquesta toda, se abre al sonido de la inocencia. Y vuela el verso animando el primero de los cuatro movimientos de una sinfonía irrepetible, como un vivace que los deja sin aliento. Gimen los violines su delirante pasaje, contrapuntean su ardor. No hay texto. La música responde a cada caricia como pequeños arpegios que estallan en cascada que inunda cada célula...
Yace, ahora, la muchacha sobre la mesa quirúrgica. Mira la lámpara circular que lo ilumina todo... menos su alma que está apagada. Las oscuras pinzas hurgan en la oscuridad más absoluta. Quieren segar la flor...
Hace el director un giro final con su batuta como cierre y, exhausto de emoción, la baja. La música se apaga, poco a poco, como las candilejas del teatro y parece muerta. Pero las vibraciones de cada instrumento dejan en la penumbra de la sala un sentimiento parecido al del leve temblor del Claro de Luna, de Debusy, o el increscendo festivo de la Novena Sinfonía de Beethoven. Algo late dentro. Quizá una fusa dejada, casi al descuido, por la infatigable pasión...
Trata de convencerse, la aprendiz de mujer, de que será como sacarse una muela. Suspira hondo cual si pudiera dejar de respirar por un momento. Cierra los ojos y dice que sí con la cabeza, cuando el doctor repite la pregunta...
Raspa, a ciegas, el médico con cierta rabia también ciega. Tararea una vieja canción como para espantar el fantasma de aquella primera vez en que se sintió talador de árboles, cazador de cervatillos, asesino de delfines...
La fusa había comenzado a ganar en valor de tiempo. Se duplicó primero en semicorcheas, luego en corcheas, en negras, en blancas, en pentagrama anunciador de la composición toda de una anónima sinfonía. La orquesta había empezado a alistarse para el concierto cuando, de improviso, sobrevino el desastre...
El médico, con un cortés gesto de pena, ayuda a la muchacha a levantarse de la mesa quirúrgica. Apaga el gran reflector. El espectáculo ha terminado. El mundo le da vueltas a ella en la cabeza, pero su corazón no gira. «Si tiene alguna complicación venga a verme», parece ser el lacónico sello de una escena que se repite miles de veces. Afuera nadie la espera; siquiera el galán sin frac que dirigió la sinfónica... Solo una cola anuncia funciones parecidas.
Quizá, después, de nada valga la disposición armónica de los atriles para el concierto; la colocación de las partichelas; la exquisita afinación; los cenitales de la escena adaptados a la tenue complicidad de lo íntimo y todo quede en la oquedad técnica del simple ensayo.
Porque si esa inexplicable luz que brota es cercenada sin concierto, de nada vale el talento y el virtuosismo de la orquesta. Sin duda, los instrumentos estallarán desafinados. Reventarán, para entonces, los violines sus cuerdas; las trompas explotarán su reluciente metal; el drum mayor hará que su latido se apague lentamente... lentamente... len-ta-men-te...
Luego el signo predominante en la partitura será un impúdico silencio. El aplauso unánime, un glacial. La música, para entonces, estará irremediablemente muerta cuando ya no haya manera, ni dios, de revivirla; y la cuestión no está en taparnos los oídos o cerrar los ojos desde la oscuridad de la sala, en medio de una sinfonía inconclusa que no logra colocar la vida donde le corresponde, ante tanto desatino irresponsable.