«Solo una mujer vuelve sobre sus pasos si ha extraviado un arete», sentenció, gravemente, una mujer que la otra tarde me hizo desandar un largo trayecto, entre la muchedumbre de una fiesta popular, buscando un pendiente que se le cayó.
Después de caminar kilómetros y escudriñar con sus ojos de lupa cada calle de su paseo se dio cuenta que le retozaba, como tesoro, entre el ajustador y fue como si recuperara el alma ante el hallazgo.
El arete es un enigma. Un misterio femenino inexplicable. Recordemos la intriga urdida por el cardenal Richeliu, jefe del Consejo de Ministros del reinado de Luis XIII de Francia, cuando le pidió al Rey que, en el baile real, la reina Ana de Austria llevase sus aretes de brillantes —en esta ocasión un pendiente que se adicionaba al vestido—, joya de la cual ella había dado parte a su amante en prueba de fidelidad amorosa; y cómo esta historia inspiró a Dumas en el tema de su afamada novela Los Tres Mosqueteros.
También se cuenta que la condesa húngara Ersébel Báthory pasó a la historia con el sobrenombre de la Condesa Sangrienta por haber asesinado a 610 doncellas, a las que desangraba para bañarse en su sangre creyendo que era un método infalible para conservar la juventud. Resultó condenada, en 1610, a cadena perpetua en sus aposentos. Después de su muerte, fue encontrada una gaveta secreta donde guardaba los pendientes de cada una de sus víctimas, y se cree que los coleccionaba para que el alma de las mujeres, incompletas sin las prendas, no subieran al Purgatorio.
Pilla, mi mejor maestra de Biología en la Secundaria, se vestía en la oscuridad para no despertar a su amoroso Pepe. Luego, cuando llegaba al aula, una carcajada masiva la ponía en guardia. Descubría, entonces, que en una oreja llevaba un ramo de uvas y en el otro platanitos, y sentenciaba: «¡Ríanse, bobitos, que luego en la prueba van a llorar!», para agregar luego, en un susurro de mariposa cómplice con las muchachitas: «Mujer que sale a la calle sin aretes anda desnuda ¡y yo primero muerta que despretigiá’».
Conozco también a una escritora que argumenta que mientras la generalidad de las mujeres tiende a taparse los senos cuando un hombre entra, de improviso, en la habitación donde se cambian de ropa, ella se tapa las orejas. Y confiesa: «Si estoy triste o tengo un problema grande, salgo a la calle y me compro un par de aretes, y son como un talismán contra los malos augurios. Me levantan la autoestima. Me hacen infalible».
Ocurre que si una se va a alguna reunión y en el trajín del equipaje olvida la prenda, salta otra mujer, de inmediato, que sin apenas conocerla le propone prestarle un par; lo cual la otra agradece con una mirada como si le hubiese salvado la vida. Y si por casualidad se encuentran en una fiesta y se percatan de que la otra lleva el modelo de sus mismos aretes la energía contenida en una fulminante mirada puede desatar la Tercera Guerra Mundial.
Hago estas historias no para que crean que la feminidad es una tontería melancólica capaz de extraviarse en los gaseados mares de la vida y zozobrar por una nimiedad intrascendente; o que ellas son seres inferiores, como algunos han afirmado en sus absurdas teorías evolutivas; sino que ese rasgo distintivo de delicadeza, por querer adornar la belleza del mundo de la que son ellas su mejor geografía, constituye un sello irrepetible de identidad que mueven, a su antojo, como las mejores tácticas amorosas a las que todo hombre sucumbe.
Hablo estas cosas, poetas, para que estéis alertas en estos días de invierno en que el cielo es de un terciopelo azul Prusia. La Luna, allá en lo alto, continuará su desabrigado paso, quizá desvariada, en la búsqueda de los aretes que le faltan y que están guardados en el fondo del mar, como reza una canción; como un privilegio que descifran solo los enamorados ante la premonición festiva del contoneo de unos tacones, anunciación plena de que ninguna mujer está dispuesta, ni se acostumbra, a transitar los caminos del amor con las orejas desnudas.