Foto: AFP No, no era una puesta en escena de Hamlet. Eran soldados reales que jugueteaban con un cráneo. Jóvenes que se reían de los restos humanos encontrados en una fosa común. Una cámara los captó, en su impune despreocupación. Eran militares alemanes, miembros de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) en Afganistán.
El miércoles estalló el tonel. El diario germano Bild publicó cinco fotos en las que un grupo de efectivos de su país hacían burla de cadáveres profanados. La expulsión del ejército y la aplicación de sanciones planean sobre las cabezas de los infractores. Tal aberración «demuestra unos valores (sic) que son exactamente lo contrario de lo que inculcamos a nuestros soldados», aseguró el titular de Defensa, Franz Josef Jung.
No obstante, si se revisan los archivos, se verá que Alemania se ha llevado de cuando en cuando su escandalito desde que comenzó la «guerra contra el terrorismo» del señor George. Ahí está el relato del germano-libanés Khaled al Masri, secuestrado en 2003 en la frontera entre Serbia y Macedonia. Esposado, golpeado, drogado y con los ojos vendados, fue a dar a una cárcel afgana, donde fue visitado por un interrogador de nombre Sam, de marcado acento alemán, que conocía desde nombres de sitios muy puntuales en Alemania hasta el lugar exacto de un refrigerador en el centro islámico que Al Masri solía visitar.
O el caso recién revelado por la revista Stern, basado en filtraciones de un informe de inteligencia, que indica que unas semanas después del 11 de septiembre, dos agentes alemanes visitaron una prisión militar estadounidense en Bosnia, donde vieron golpear repetidamente con la culata de un rifle a un presunto terrorista de 70 años que no «colaboraba» lo suficiente. El hecho deja sin plumas y cacareando al «no sabíamos nada» de más de un gobierno europeo, interpelado sobre el traslado de sospechosos a cárceles en el Viejo Continente, por parte de la CIA.
O la también sonada denuncia de Murat Kurnaz, un turco residente en la ciudad de Bremen, que refirió haber sido torturado por soldados alemanes en la prisión de Kandahar, luego de ser detenido en Paquistán. Una vez en suelo afgano, miembros del Comando de Fuerzas Especiales (KSK), del ejército alemán, lo golpearon salvajemente antes de que fuera trasladado al infierno tropical de la base naval de Guantánamo. En libertad desde agosto, exige justicia.
¿Qué hay entonces? Que un país distanciado —al menos oficialmente— de la política demencial de «haz lo que quieras» que esgrime la Casa Blanca, no ha estado realmente tan al margen de algunas de las barrabasadas cometidas por esta. Con discreción se puede hacer de todo, y mientras unos abofetean, otros pellizcan bajo la mesa. Más o menos como la gatica de María Ramos...
Ahora, volviendo a los profanadores de tumbas, por supuesto que el gobierno germano condena la fechoría, mientras los editoriales se refieren al incidente como «una excepción». Bien, démosles el beneficio de la duda. Pero si Berlín aspira a ser vista como potencia militar, de esas que meten las narices donde no las llaman, puede esperar a cada rato su Abu Ghraib y, en consecuencia, la misma aversión que se han ganado los uniformados de Washington.
Por cierto, para tratarse de un ejército autodefinido como «de la democracia y para la democracia», ya tiene algunas meteduras de pata. No será un récord, pero...