En los próximos días tendrá espacio un acontecimiento cuyas sesiones podrán mantenernos interesados frente al televisor o en la cola del periódico. Me refiero al XIX Congreso de la CTC. Tradicionalmente, estas reuniones han encadenado la atención del país. ¿Acaso no recordamos todavía la celebración del decimotercero en 1973? Con él empezamos a curar nuestra economía de sus achaques de idealismo. Y esta terapéutica —advierto entre paréntesis, para que no me tachen de triunfalista— aún no ha concluido y ahora halla al paciente con las complicaciones del período especial. Ustedes saben...
Como periodista he cubierto varios congresos sindicales. No soy un especialista, pero mis diez años en el periódico Trabajadores me otorgan cierto derecho a comentar la celebración del XIX Congreso. Trabajadores, déjenme decirlo, fue una de mis experiencias capitales en el periodismo. Llegué a él cuando era una publicación quincenaria, y asumí el privilegio de ayudar a convertirlo en diario, a principios de la década de los 80, y por cuya campaña, realizada junto a compañeros muy honrados e inteligentes —ah, Pepín Ortiz, Alberto de Jesús Calvo, Eráclides Barrero, todos difuntos; y Magali García Moré, Pepe Alejandro, Duflar, Jorge Garrido y más, muchos más— me adscribí al número de los hipertensos. Esa ligazón personal, pues, me impele a no dejar sin su nota al nuevo congreso de la CTC.
No he sido profesionalmente muy generoso con los sindicatos. Al menos, cada vez que puedo, hago recordar que todavía no cumplen cabalmente el papel que nuestra sociedad socialista y el Partido y el Estado les asignan. Existe una teoría que parte de Lenin y se enriquece con la experiencia cubana en la CTC de Lázaro Peña, pero si en su organización central y en sus congresos la CTC ha reivindicado y renovado su prestigio histórico, las secciones de base —el popularmente llamado «sindicato»— no logra el crédito mayoritario. Demasiadas cosas no esenciales, a veces rituales, lo embarazan y lo apartan de ejercer esa función de contrapartida administrativa que un día, precisamente en un congreso sindical, hace muchos años, Fidel le encomendó.
Noto en las secciones sindicales un complejo de inferioridad. No se «sienten» respaldadas a ir más allá, y del lado de las administraciones nadie, o casi nadie, cree que se les debe tolerar que vayan más allá, esto es, a realizar verdaderamente el papel que define la teoría de la sociedad socialista. Y así, las organizaciones sindicales de base se resignan, por lo general, a ejercer de instrumentos de las decisiones administrativas. Algunas de estas, desde luego, no siempre son atinadas, ni a veces discurren por los canales legales.
Ya saben que trato habitualmente de ser equilibrado: no todo tan malo como yo creo, ni tan bueno como creen otros. Mas, según mi criterio, una de las tareas más urgentes —y no sé si el congreso lo prevé en su orden del día—, es la de rescatar el crédito, el papel, la faena doctrinal y práctica de los sindicatos. Nuestra sociedad urge de reguladores laborales. Y, sobre todo, hay que rescatar el prestigio del trabajo. Hace falta renovar la subjetividad del trabajador; volver a darle al trabajo su prerrogativa de honor, su grado máximo de militancia política por encima de tareas que pueden enmascarar el resultado laboral con palabras o consignas que, a la larga, nada producen.
Como saben los que leen desprejuiciadamente, me afilio al grupo de cuantos les gusta, por útil y creador, hablar en términos claros, y así he de escribir, para terminar, que hace falta que el trabajo vuelva a ser, a la par, un ideal humano, una recomendación política, y el medio totalizador para mejorar la vida. Lo sé: eso no lo puede resolver el XIX Congreso de la CTC; se precisan decisiones estructurales. Pero, al menos, podrá ayudar a calentar los motores.