A la hora de reflejar la conferencia de prensa que escoltó su estreno, prometimos un comentario más «de fondo» sobre El Benny, la película. Ahora que ya alcanzó un galardón en el primer festival internacional donde participara (Locarno), que este cronista la ha visto cuatro o cinco veces en los más diversos entornos, y que se ha transformado en una de las películas más populares y comentadas del año, ha llegado el momento de adentrarnos en otras consideraciones, una vez que buena parte de los espectadores cubanos, e incluso de los críticos, han formulado sus criterios.
Estamos ante lo que constituye, tal vez, el caso más redondo, consumado y feliz de saber hacer, de ilusionismo e impostura, en el cine cubano de por lo menos los últimos cinco años. Escribo términos tan fuertes como ilusionismo e impostura, porque se nos presenta la recreación de un personaje real encarnado por un actor que en nada se le parece; la figura central es tratada con demasiada respetuosa ambigüedad, pero al final es deificado como conviene a este tipo de filmes; la voz que escuchamos no es la del genial cantante, y además casi todo en la película nos indica que se trata de algo irreal, figurado, de una representación netamente fictiva y pensada para agradar. La magia, el misterio, consisten en que, a pesar de todo ello, o quizá debido a esas mismas razones, el filme te atrapa, te cautiva en su turbulencia de cinemascope y estereofonía.
Uno de los motivos para el deslumbramiento colectivo con El Benny (del cual participa este cronista) estriba, pienso yo, en que no estamos acostumbrados a que el cine cubano nos ofrezca piezas concebidas desde los presupuestos del entretenimiento total, con pantalla ancha, excelente sonido, un grupo de estrellas de la actuación y locaciones y vestuarios elegantes, glamorosos. Mucho menos son frecuentes los musicales nacionales de gran empaque, constancia retro y tono trágico ligero. Lo cierto es que en algún punto del filme se verifica ante nuestros ojos el milagro de creer por completo en este personaje, en el Benny Moré que personifica con máximo enardecimiento Renny Arozarena. Y ese es el mayor elogio que puede hacerse de su interpretación puesto que la imagen, la voz y la presencia artística del genio lajero nunca nos abandonaron, y Arozarena, en complicidad con el director, Jorge Luis Sánchez, consigue validar su versión del personaje.
A pesar de la mucha profesionalidad, rigor y corazón que destila cada fotograma, de las virtudes obvias e innegables de algunas actuaciones (de excelencia Mario Guerra y Enrique Molina), de la banda sonora (Juan Manuel Ceruto), la fotografía (José Manuel Riera), la dirección de arte (Erick Grass) y el montaje (Manuel Iglesias); a pesar de lo difícil que resulta señalarle grandes errores a un proyecto con tanto esfuerzo concebido, por elemental honestidad debo expresar algunas inconformidades. A mí, en lo personal, me resultaron entorpecedores e injustificados los saltos cronológicos de la acción; varios personajes (como el de Isabel Santos y Salvador Wood, que están formidables como siempre) apenas justifican su presencia en la trama; el guión actúa por acumulación de anécdotas, a veces demasiado retóricas, verbalistas, enfáticas, y no siempre bien hilvanadas o sostenidas por una tesis discernible y coherente. Además, no sería sincero del todo si no escribo que se echan de menos varias canciones imprescindibles, aunque ya sé que los implicados en la realización alegarán, con razón, que la película no pretendía ser, en ningún momento, la antología completa ni la selección irreprochable de lo mejor que el gran artista compuso y cantó.
No obstante, tampoco faltan escenas maravillosamente concebidas en esta película sin duda excepcional, por lo menos en nuestro medio, donde ha tocado una serie de fibras muy sensibles en los espectadores, como el necesario revelado para la juventud de una figura cultural cimera, y la sana recreación nostálgica para quienes lo conocieron y lo recuerdan con afecto. Me pareció fascinante, por ejemplo, aquella escena donde se consagra el bastón con que solía actuar el Benny, y el baile ritual de la consagración —gracias a la coreografía montada y a la destreza del actor— se transforma paulatinamente en la gestualidad escénica propia del artista. He ahí una secuencia en que, con pocas palabras y sin que los personajes se pongan a explicar o justificar su comportamiento, se postula la cercanía de Benny Moré con la religiosidad popular y el folclor, así como la absoluta pertenencia del artista al más genuino tronco del sincretismo y la afrocubanía. También me agradó particularmente el segmento final, luego de que el astro ha declinado, y se coloca como epílogo el siempre impresionante Noticiero donde se muestra el grandioso funeral del artista, y se escucha una pieza contemporánea de homenaje, que consigue acortar la distancia musical y temporal que nos separa de Benny Moré y su época.
No puedo describirlos todos, pero hay varios momentos espléndidos en El Benny, que sigue mereciendo ahora los elogios dispensados cuando la vi por vez primera. Se trata de una película «impactante en muchos sentidos, y vale agradecer la osadía de sus hacedores, el buen rumbo que tomaron sus talentos, decididos a crear una obra poderosa, sensible, perfeccionista y competitiva». Este concierto de cubanía, sensualidad, música, baile y pasiones desenfrenadas ha recibido merecidos elogios y aplausos. No menos les debemos al rigor y la perseverancia de Jorge Luis Sánchez y sus «cómplices». De todos ellos, el cine cubano ha de aguardar por obras futuras, ojalá no muy lejanas, de superiores excelencias y asombros.