SI otra persona me lo hubiera contado, lo habría tomado como un chiste...
Pero no. Fui testigo directo. En un centro cultural, un intelectual, al llegar, pasó junto al grupo de personas en que me hallaba. A nuestros pies jugueteaba un pequeño gato, y a él precisamente dirigió sus saludos: «¡Misu, misu, bss, bss!». Y siguió de largo, impertérrito, rumbo a su oficina.
A los seres humanos, ni una mirada. Por cierto, no esperábamos un «misu, misu», ni tampoco abrazos efusivos, besos o lágrimas de júbilo. Un simple «buenos días» habría bastado. Un saludo sencillo y formal, como corresponde.
Sin embargo, para él, ese detalle no era necesario.
Hay un conflicto aquí. Una contradicción de las buenas. Una persona, con un alto grado de instrucción, es incapaz de pronunciar un saludo elemental a un colectivo de semejantes. Desconocidos para él, sí, mas eso no lo exime de la falta. En definitiva, con todos se ha de mostrar educación, con el príncipe y con el aldeano, con el culto y con el ignorante, con el amigo y con el adversario. ¿O acaso es válido ser amable solo cuando ello puede arrimarnos alguna ventaja...?
Voy más allá incluso. Personalmente creo en la coherencia como un valor fundamental. De una misma fuente no puede brotar agua dulce y salada, ni puede ocurrir que un individuo, en los grandes salones, sea solo sonrisitas y frases afectadas, mientras en la calle, junto a la gente de a pie, o en su actitud hacia quienes le están subordinados, sea soez o despótico. ¿Oros allí y latón aquí?
Y toco otra arista del asunto. ¿Con qué propiedad se autotitula «revolucionario» quien procede de tal modo? Un sujeto de este corte puede tal vez cumplir puntualmente con el pago de sus cotizaciones, asistir a las mil y una reuniones, convocar a actividades, jornadas de esto o aquello, confección de murales y demás, pero si olvida al más humilde de los seres humanos que lo rodean, si lo trata con menosprecio o indiferencia, para solo ocuparse de quienes le «resuelven», ¿qué valiente ejemplo ofrece de lo que es ser revolucionario? Si aquello en lo que dice creer es bueno, ¿con qué testimonio personal habrá de defenderlo?
Me adentraría algo más en el tema, a contrapelo de lo que opina un colega. Una militancia ideológica que avala la honestidad, la franqueza, como método y actitud para que se enaltezca la verdad y se haga de este mundo un lugar mejor, debe conllevar un estilo de vida que refleje idénticos valores en el ámbito familiar.
Así, es marcadamente incoherente que Fulano vaya, machete en mano, a «comerse crudo» un campo de caña y que coseche la admiración de sus compañeros, y por otra parte se haga el remolón para desembolsar la pensión alimentaria de sus hijos. O que Zutano se aparezca tres noches seguidas en casa, con notable fragancia «cristalina» o «bucanera», y jure y le perjure a la esposa que «esas asambleas están acabando conmigo. ¡Mira a qué hora terminamos!». Por la mañana, el modelo; por la noche, el farsante.
Y no, no estoy haciendo un llamado a la «perfección moral», que tampoco la ostento ni mucho menos. Errores cometemos. A veces, faltas graves. El quid de la cuestión es no perder la cara, esa, la única que tenemos. Es aterrizar la conciencia de una vez y preguntarle qué camino deseamos tomar realmente.
Pero para tomarlo en serio, no para andar con tres o cuatro disfraces, según la ocasión. De lo contrario, ni el gato —el mismo del «misu, misu»— nos quita el título de hipócritas.