¿Cuánta sangre, sexo y horror debe exhibir una película de aventuras para ser digna de aparecer en el espacio vespertino de los sábados, en el Canal Educativo de nuestra televisión?
Tomo como ejemplo el pasado 8 de julio: Apenas me asomé a La Leyenda de los vikingos terminé repugnada con el «realismo» de ciertas escenas en las que el rojo líquido fluía más vivamente que en todas las operaciones que he visto en mi vida, tanto en documentales científicos como en partos o peripecias periodísticas por salones de cirugía.
En pocos minutos me sentí más frágil y mortal que en las seis horas que dediqué a reportar un trasplante de hígado desde una prestigiosa institución de salud. Y no era para menos: piernas cercenadas, cabezas que volaban de sus cuerpos, iniciación sexual de una doncella para curar al héroe herido, un estómago abierto y borboteante…
Si el mensaje que pretendía dar la película de marras era la crueldad de los antiguos hombres del frío norte escandinavo, a mí más bien me llegó el inhumano regodeo y la falta de escrúpulos de quienes escogieron tal pieza fílmica para «entretener» a infantes y adolescentes en su descanso.
¿Quién ignora el poder «persuasivo» de la televisión? A estas alturas, desconocer su influencia para modelar, acelerar y hasta pervertir los fenómenos cotidianos no puede interpretarse como inocencia o sonsera, sino como un pecado capital, un jugar a la ruleta rusa con el destino de la sociedad.
Una jovencita de 16 años, de visita en casa, exclamó ese día: «¡Esta noche no podré dormir!». Y yo pensaba: ni esta, ni muchas otras, porque al cambiar para el canal 44 estaban, como cada sábado, los niños titanes rehaciendo con sus superpoderes una humanidad en plena hecatombe apocalíptica.
Son muñequitos, me dirán algunos, acusándome de puritana en extremo, pero la violencia especialmente enlatada para niños es cada vez más punto fijo de nuestra TV, y es eso lo que forma el gusto y se replica durante los juegos callejeros. ¡Qué bárbaros esos «niños» en sus tareas cotidianas: matar, golpear, destruir…!
Creo que la Calabacita debe sentirse muy frustrada en estos tiempos. ¿Por qué no la retiran? Sí, porque ya no se trata de menores viendo programas en el horario adulto, sino de una total e impúdica invasión a pleno sol de escenas cruentas, sexo explícito y exhaltación al heroísmo individual de último minuto, sin importar cuántos caigan para que «el bueno» gane.
Esa tarde pensé mucho en Calviño, en la conferencia que brindó hace poco en un evento convocado por la Cátedra de Género y Educación Sexual del Instituto Pedagógico Varona, de esta capital, donde el psicólogo se preguntaba con insistencia «dónde estaba el piloto» a la hora en que la chiquillada consume televisión, por las consecuencias que tales atracones —más bien atracos— tienen para el futuro.
Ese piloto debe ser la parte adulta de cada familia, pero no hay que restar importancia al ingeniero de vuelo que traza la ruta desde la torre central, el primero que escoge patrones, nuevos paradigmas, desde cada espacio televisivo.
Por tradición, decía Calviño, cuando los niños están muy callados todos corremos a ver qué están haciendo, siempre temiendo lo peor. «Menos mal, están mirando muñequitos», es la frase de alivio en estos días. ¡¿Menos mal?!
Para el amigo de todos los viernes, vale la pena pensar en la necesidad de una nueva alfabetización: la del uso de las modernas tecnologías, con todos los riesgos que implica vivir entre pantallas. Y no me digan que basta con apagar la tele, que eso de botar el sofá ya no camina para la cultura cubana de este globalizado siglo XXI.
A menos edad, más rápido se aprende a manejar botones, cambiar canales, viajar el ciberespacio, usar videos, CD, DVD, play station… pero saber arrancar un vehículo y manejarlo entre dos aceras no basta para tener licencia de conducción en ningún país. ¿No hay algo similar a la ley del tránsito en la TV? Espero que sí, y que los decisores de ese medio la refresquen, dialoguen sobre el asunto, se informen.
¡Qué lobo de los Tres Cochinitos ni Reina de las Nieves ni Jack el destripador! Nuestros infantes se están criando con un estómago tal, que un viaje a la morgue va a resultar para ellos más entretenido, emocionante y acorde con sus «gustos» que ir a tirarles platanitos a los leones del Zoológico Nacional.