Vamos por el mundo construyendo estatuas. O derribándolas. O pasándolas al olvido. Las hay, por cierto, de todo tipo. De mármol o de su medio pariente: de granito oscuro o más claro, mezclado con hormigón. Las tenemos de acero, de cobre, hierro, de cartón y hasta de vainas de proyectiles.
Por ahí están algunas, verdaderamente inspiradoras por aquello de que andan llenas de misterios porque ya tienen más años que Matusalén.
Es el caso, por ejemplo, de la esfinge de Giza. Ante ella se plantó Napoleón Bonaparte en 1798 cuando iniciaba la gira turística por Egipto en su plan de conquista del Oriente Medio.
Dicen que después de verla el hombre de pronto sintió que se le subía un santo y entonces, muy exaltado el niño, se viró hacia sus soldados para decirles que no sé cuántos miles de años los miraban desde lo alto de las pirámides.
A lo mejor el matutino embulló a los muchachos. ¿Fue así Athos? ¿Qué dices tú, Aramís? La historia a lo grande dice que sí, tal vez habría que preguntarle a D’artagnan.
Pero esa otra historia, la que se mueve pegada a la gente y casi siempre es anónima, a lo mejor dice otra cosa; porque lo más probable es que a esa hora la arenga con Napoleón y sus pirámides se fueran para el cipote porque lo que les venía para arriba a los galos no era de juego: más de
20 000 mamelucos a caballo con ganas de chapear cabezas a lo lindo.
Lo malo del negocio es que Astérix y Obélix andaban de paseo por otro lado. Pero por suerte para los viajeros, el «Napi» era un tipo que le hacía caso a la ciencia y la innovación tecnológica y que, por demás, no solo se quedaba a nivel de diagnóstico, como la economía en Cuba, sino que aplicaba los resultados con la precisión de un matemático.
Así fue como pasaron por la piedra a un gran ejército de caballería: por tener pantalones y jefes que sabían mandar, cierto; pero también por
contar con cañones, fusiles y técnicas de combate muy modernas, al menos para los criterios de la época o de los mamelucos.
Pero volvamos a las estatuas. Porque al lado de las que inspiran aparecen otras. Ellas son a las que se les tiene cariño. Un ejemplo es la de José Martí en el Parque Central de La Habana.
La figura no llegó ahí por obra y gracia del Espíritu Santo. Tampoco por decreto. Arribó como resultado de una encuesta pública promovida por la revista El Fígaro.
Lo significativo, sin embargo, no fue solo la votación. Lo relevante también andaba por la manera en la que un pueblo reconocía a nivel de calle a la persona que había organizado la lucha por la independencia. Y eso que casi no lo conocieron en persona.
La prueba de fuego a ese cariño llegó en la noche del 11 de marzo de 1949, cuando unos marines norteamericanos, bien borrachos, se llegaron al pedestal de la estatua y empezaron a escalarla hasta que uno de ellos se colocó en lo alto para usarla de urinario.
Lo que vino después fue una repulsa popular, que les evaporó el alcohol a los indeseados sin pasar por la resaca. Para salvarlos, la policía se los llevó por los pelos para la estación de Dragones y Zulueta.
Parece que la cosa no estaba de juegos, y al día siguiente, en un gesto de desagravio, el embajador norteamericano envió una corona de flores para colocarlas al pie de la estatua.
Dicho y hecho, para allá se fue de nuevo el pueblo. Para poner a volar el ornamento con sus cintas y gladiolos, y las rosas, si las tenía, pues que se las pusieran de florero en esa zona del cuerpo donde la espalda cambia de nombre y se pone a dar clases de música y geografía.
Luego llegó la calma. No obstante, quedó el recuerdo. Sobre todo para los que se preocupan por esas cosas. Por eso, por las mañanas o al atardecer, cuando se pasa delante de ella y no hay tanto ruido, la estatua parece que te saluda con el mismo cariño con el que la miran. Y a veces hasta te sonríe.