La posibilidad de hacer cristalizar un modelo antineoliberal quedó demostrada por América Latina en los últimos 30 años, lapso en el que varios países de la región iniciaron la construcción de un modo de ser y vivir distinto al capitalismo salvaje; y diferente también a aquel socialismo de Europa con aportes válidos, pero portador de errores que facilitaron su desaparición.
Entonces la pregunta de marras entre muchas de las agrupaciones políticas y de masas identificadas con la izquierda en la región era cuál sería la alternativa.
El único referente era la Cuba asediada por una agresividad de EE. UU. traducida en el bloqueo, mientras la pérdida de todos sus nexos comerciales tras el desmerengamiento del socialismo europeo tensaba la cuerda de la sobrevivencia. No obstante, Cuba fue esperanza, aliento y emblema.
Fueron años de crecimiento de los movimientos populares y sociales que, a veces de modo espontáneo, se enfrentaron en sus naciones al escarnio neoliberal y serían después la base de los nuevos movimientos políticos de cambio: de la misma vida llegaban a los latinoamericanos las respuestas.
Para fines de esa década, el nacimiento del fenómeno Chávez en Venezuela y su llegada en 1999 al poder transitando las mismas vías de la defectuosa y a veces mentirosa democracia burguesa, constituyó el primer paso en contra del escepticismo y el sabor preanunciado a derrota.
La materialización en ese país de lo que en un principio se bautizó como revolución pacífica, significó el comienzo de lo que el líder bolivariano certificaría como socialismo del siglo XXI: un modelo que se construía y se construye «sobre la marcha» y sin teorías previas, razón por la cual los poderes fácticos ligados al gran capital y el imperialismo, no lo perdonan.
La Venezuela de Chávez no solo resultó «compañía» para una Cuba que hasta entonces caminó virtualmente sola, y el ofrecimiento de otro hombro y otras manos para luchar, juntas, por los desvalidos en América Latina.
Tal evidencia de viabilidad resultó, además, el resorte para los desposeídos, y la demostración de que el otro mundo sí se podía intentar. Y tocar.
Validaron así las naciones que siguieron —cada quien de acuerdo con sus condiciones— la ruta de la nueva independencia, la certeza de que no había llegado el fin de la historia, como preconizó en su momento Francis Fukuyama.
Algunos años después, sin embargo, la contraofensiva imperial pretende no solo revertir lo desandado sino persuadir de que aquello, todo lo hecho y alcanzado, no valió la pena.
La desestabilización, la injerencia y la satanización de los líderes de esa nueva izquierda y de su gestión en el poder —campañas mediáticas y procesos judiciales politizados de por medio— quieren volver a imponer la falsa hipótesis de Fukuyama, que hoy sigue siendo tan tendenciosa y manipuladora como en su momento. El propósito es desmovilizar a las masas.
Enfrentar y revertir el descreimiento, que otra vez el imperialismo y las derechas locales quieren imponer, constituye uno de los principales retos para los partidos progresistas latinoamericanos y caribeños y las organizaciones sociales, llamados, con una urgencia mayor que antes, a la unidad, y no solo de pensamiento: también para concertar esfuerzos y proyecciones en la acción.
El asunto será uno de los motivos medulares de análisis y búsqueda de consensos; de introspección para identificar los errores y hacer valer la coincidencia en las convicciones en la 24ta. edición del Foro de Sao Paulo, que se inicia este sábado en La Habana.
Un imperialismo con métodos menos torpes pero más venenosos en su sutileza, como los que aplica mediante la ya conocida —aunque no siempre visible— guerra no convencional, amenaza no ya con el exterminio en masa, sino con algo igualmente terrible: la masiva desideologización.
El reto para los del otro lado es inmenso. Pero la Patria grande necesita. Y espera.