Caracas.— La muchacha, que podía ser mi hija pero resultó… de madre, me envió por tres veces a una puerta contigua donde, para satisfacer el trámite que necesitaba, yo debía fotocopiar el pasaporte. Un peculiar detalle marcó la gestión: nunca me explicaba del todo las precisiones de la impresión, de modo que cada vez que una enmienda me obligaba a repetir, debía pagar otros 2 000 bolívares que seguramente después serían compartidos por las dos colegas.
La tarde se hubiera tornado insoportable si ella no hubiera cerrado cada timo con un dulce «A la orden» que me anestesiaba cualquier brote de ira. ¡Vaya, que no viene mal algo de cortesía en una estafa!
Ese no es, por supuesto, el uso más frecuente de la frase «A la orden», pronunciada constantemente por empleados y funcionarios al cierre de una diligencia.
Los venezolanos, ciertamente serviciales, tienen siempre en la boca la expresión, prima hermana de nuestro «Con mucho gusto» y seguramente pariente cercana de la cubanísima «Por nada». Puede apostarlo: inmediatamente antes de que el cliente agradezca y se entere de que cuenta en el lugar con alguien a la orden, el oficinista, la secretaria, el camarero… le habrán certificado el éxito del servicio con un «¡Listo!», expresión tan emblemática como el Orinoco.
Son frases típicas de este hermano diferente que el pueblo cubano tiene en el borde meridional del Caribe. Quien viene de la Isla suele caer en la involuntaria equivalencia de términos. No hay manera de que el recién llegado entienda que el «ahorita» local es nuestro «ahora» ni que el «ahora» de aquí es una especie de promesa imprecisa que no encuentra acomodo en las manecillas del reloj. Ubíquese en Caracas: si le aseguran que su pedido se atenderá «ahora», búsquese ahorita mismo una silla cómoda.
La princesa del cuento de Meñique —aquella belleza arrogante que, vencida por el ingenio del pequeño, explotó con el clásico «¡Esto es demasiado!» que le costó su real mano y algo más— hubiera tenido dificultades para hacerse entender en Venezuela, donde, definitivamente, demasiado nunca es demasiado.
Si para nosotros tal adverbio tiene el rancio aroma de la desmesura, a partir de la idea de que lo excesivo resulta perjudicial, los venezolanos lo usan como el «muy» de los cubanos, por lo tanto no asombra que un «chamo» caraqueño afirme, con redoble en el pecho y los ojos en blanco, que su compañera de clases tiene unos labios demasiado bonitos.
Un modo singular de decir que se está muy bien es «¡Fino!». Durante coberturas periodísticas en instalaciones de salud donde decenas de miles de cubanos dialogan con los pacientes en el idioma de la solidaridad, he escuchado a varios de los últimos comentar que están finos desde que los amigos de la Isla llegaron para atenderlos.
Hablando de amigos, aquí se les llama panas. Se hace cualquier cosa por una pana, así que es mejor prodigarles buenas acciones que buscarse una «vaina» —un problema, un rollo, un chuchuchú… diríamos en Cuba— que los ofenda o los ponga «arrechos», que es algo así como la fase superior del «berrinchismo».
Varios de nuestros verbos tienen aquí peculiares connotaciones. ¿Qué decirles de nuestro inefable «coger»? Para mí, acostumbrado a coger guaguas y no «bucetas», a coger algún catarro de vez en cuando, a coger una quijotesca lucha con la maldad humana… ha sido un tanto difícil aceptar la lectura exclusivamente sexual que se le da en estos lares a la palabra.
Si tuviera más líneas les contaba en detalle la anécdota del amigo que a poco de llegar, a la vista de un asalto, comenzó a gritar en plena calle, en apoyo de la víctima: «¡Cojan a ese ladrón, cojan a ese ladrón…!», y más de uno lo miró como si él propusiera una nueva forma de castigo, sadojusticiera, para los adictos a lo ajeno. No estaría mal, por cierto, pero no se cojan al pie de la letra todo cuanto digo.
Ya se sabe que, así como sus paradigmas nacionales y símbolos patrios, cada pueblo acomoda en su sensibilidad colectiva la lectura de los significados y significantes más comunes; sin embargo a veces —puros milagros de la comunicación— ciertos códigos distantes pueden amoldarse. Pienso en ello desde el día que, al paso por una alcabala militar en la populosa Caracas, el chofer que nos trasladaba se identificó como cubano y el soldado uniformado le respondió, con la marcialidad de rigor: «¡Asere, qué bolá!».