Pierden vidas, pierden millones, pierden prestigio y pierden la guerra. Autor: AP Publicado: 10/02/2018 | 06:15 pm
El 1ro. de enero de 2018 el sargento Mihail Golin, de 34 años, se convirtió en la primera baja militar de Estados Unidos en Afganistán este año, en un combate con insurgentes en el distrito de Achin.
El joven Golin, quien nació en 1983, en la lejana ciudad europea de Riga, Letonia, emigró al llamado «país de las oportunidades» en octubre de 2004, donde lo mejor que encontró fue alistarse como soldado profesional.
Tras cumplir otras tres misiones de combate en Irak y Afganistán, completó el entrenamiento necesario e integró el Grupo de Fuerzas Especiales (Aerotransportado), los famosos boinas verdes, para volver a suelo afgano en septiembre de 2017.
Golin es el décimosexto soldado norteamericano muerto desde 2015 en la provincia de Nangarhar, donde fuerzas de EE. UU., junto con integrantes del ejército gubernamental, enfrentan a lo que denominan la filial del grupo terrorista Estado Islámico (Daesh, por sus siglas en árabe), también conocido como ISIS-Khorasan.
En esa región además operan los talibanes, los presuntos extremistas islámicos a los que George W. Bush culpó de los ataques a las torres gemelas de Nueva York y utilizó como pretexto para bombardear e invadir el país centroasiático en 2001, cuando anunció una interminable guerra contra el terrorismo.
Otros cuatro soldados estadounidenses resultaron heridos en el enfrentamiento del 1ro. de enero, lo que cayó como un mal presagio en Washington.
La noticia sobre el saldo de la nefasta escaramuza sacudió como una ráfaga de viento helado los despachos del Pentágono y la Casa Blanca, que en las postrimerías de 2017 pintaban en tonos optimistas los resultados de la estrategia emprendida a las órdenes del presidente Donald Trump, desde su función de Comandante en Jefe.
Mirando hacia el 2018, como dijo el presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, él cree que hemos doblado la esquina, y estoy de acuerdo, había dicho el 28 de noviembre el general John W. Nicholson Jr., comandante de las tropas estadounidenses. «El impulso ahora lo darán las Fuerzas de Seguridad afganas», había dicho a los periodistas acreditados en el Pentágono, recordó con sutil ironía el periódico The Washington Post.
Las palabras de Nicholson repetían una vieja tonada navideña. Un año antes, en diciembre de 2016, ante los mismos reporteros dijo: «Estamos estabilizando lo que una vez fue una situación en deterioro, y contamos con el apoyo internacional para progresar aún más en los próximos años», apuntó el diario de Washington.
Ya nadie se traga el triunfalismo de los anuncios presidenciales, que desde hace 16 años repiten sin avergonzarse: Los talibanes están en retirada…, las fuerzas armadas afganas están a punto de asumir el control del país…, el Gobierno de Kabul está a un paso de poder proporcionar seguridad en todo el territorio.
Tal como señaló The New York Times «continúan los ataques devastadores contra aldeas, convoyes, oficinas gubernamentales y hoteles».
Tres ataques en las últimas dos semanas han matado a 128 personas y provocado heridas y lesiones a más de 300, en su mayoría civiles, solo en Kabul, la capital afgana. El último fue el lunes 29 de enero, cuando militantes del Estado Islámico tomaron por asalto una base de entrenamiento militar afgana y mataron al menos a 11 soldados.
A pocos días de atravesar las puertas de la Casa Blanca, Trump ordenó un aumento en las tropas estadounidenses, ataques aéreos y mayor asistencia a las fuerzas afganas. El objetivo declarado era alcanzar la superioridad bélica en el terreno para negociar desde una posición de fuerza la estabilidad política.
Todavía a principios de este mes, la embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Nikki Haley, afirmó que la estrategia funcionaba y que los insurgentes estaban más cerca de las conversaciones.
Eso fue antes de que un atacante suicida penetrara el sábado en el centro altamente custodiado de Kabul y detonara una ambulancia cargada de explosivos, matando a más de cien personas e hiriendo al menos a 235.
En los próximos meses, la cantidad total de tropas estadounidenses en Afganistán crecerá a aproximadamente 15 000. Cerca de un tercio de ellos, 4 000, habrán sido enviados bajo la nueva estrategia de guerra del presidente Trump, que persigue la superioridad militar a escala global.
The New York Times recordó que ese optimismo estadounidense se remonta al 17 de noviembre de 2001, cuando Laura Bush, entonces primera dama, dijo que «los talibanes ahora están en retirada en gran parte del país y el pueblo de Afganistán, especialmente las mujeres, se regocijan».
En ese momento, las tropas estadounidenses habían estado en Afganistán durante un mes. Y solo días después de comenzar 2002, el sargento Nathan Ross Chapman, de San Antonio, se convirtió en el primer soldado estadounidense muerto por fuego hostil durante una emboscada en el este de Afganistán, según la versión oficial.
A la muerte del sargento Chapman seguirían las de 2 215 soldados estadounidenses más en Afganistán, según el recuento más reciente del Pentágono.
En declaraciones a los periodistas en la Casa Blanca el lunes, Trump condenó a los talibanes por los mortíferos atentados en la capital afgana, Kabul, y señaló que Estados Unidos no está preparado para hablar ahora. Primero —dijo— debemos «terminar lo que tenemos que terminar».
La ilusión de una victoria militar sobre los talibanes —a los que se suma ahora como elemento desestabilizador el terrorista Estado Islámico— parece rondar todavía la cabeza de Trump.
Esa es la apariencia. Tal vez la realidad, por cruel que resulte, sea seguir alimentando una interminable guerra que generó cientos de miles de millones de ingresos a la industria bélica de Estados Unidos, a costa de los contribuyentes norteamericanos.