En Venezuela se sigue una receta aplicada ya con nombres de colores para la violencia destinada a derrocar gobiernos. Autor: AlbaCiudad Publicado: 21/09/2017 | 05:45 pm
CARACAS.— El 11 de abril de 2013, apenas a tres días de las elecciones presidenciales en este país, el veterano columnista de El Nuevo Herald, Andrés Oppenheimer, publicó en ese medio de prensa un artículo titulado «Cinco escenarios en Venezuela, casi todos malos», en el que vislumbraba la manifestación callejera como futura solución para derrocar —¡qué raro!— al Gobierno todavía no electo de Nicolás Maduro.
De los cinco posibles contextos que manejó el analista, en los únicos en que no se refiere a la calle como arma contra el poder son: 1- ante una hipotética victoria de Henrique Capriles (curioso, ¿no?), 2- ante un triunfo de más de diez puntos de Maduro, caso en el que, según el periodista, «Venezuela se convierte progresivamente en una dictadura electa». (Tarea pendiente y difícil: definir dictadura electa).
Por supuesto que no sorprende que ese medio de derecha, un libelo para muchos, se haya proyectado contra el entonces candidato de la izquierda venezolana. Lo llamativo sobreviene de la lectura de la futura deposición como presidente, por vías de la protesta y el caos.
En el segundo escenario se expone que «hay protestas en las calles, y los militares se niegan a disparar contra los manifestantes. Grupos paramilitares atacan a los manifestantes, provocando una reacción internacional y obligando al Gobierno a convocar a elecciones adelantadas». En el tercero dice: «Venezuela entra en un período de inestabilidad, en el que Maduro convoca elecciones anticipadas». Y en el cuarto va más lejos: «Maduro reprime a los manifestantes, pero las escenas de violencia provocan una gradual pérdida de legitimidad del Gobierno, que acelera la implosión del régimen».
Es decir, el manual de gente en la calle, enfrentamiento, represión, sangre y presiones internacionales iba a cumplirse de cualquier modo para salir anticipadamente de un presidente revolucionario electo en las urnas. Ahora, apenas diez meses después de aquellas votaciones, se ha tratado de aplicar ese esquema con la «salida» convocada por la ultraderecha venezolana.
¿Se graduó como adivino el analista?, cabe preguntarse ante los acontecimientos del presente y otros que vendrán. Por supuesto que no. Lo único que hizo, como otros, fue intentar darle acento periodístico a una receta cuyo promotor es el politólogo y catedrático estadounidense de 86 años Gene Sharp, autor de La política de la acción no violenta (1973) y De la dictadura a la democracia (1993), textos que han sido tomados como referencia para armar la teoría del llamado golpe suave.
Sharp ha descrito 198 armas de «lucha no violenta» —una de esas es la toma de la calle— para derrotar a los que llama «Gobiernos tiránicos», aunque hayan sido electos en las urnas o gocen de respaldo popular. Él y la institución que fundó (Albert Einstein) han sido vinculados, por algo, con el nacimiento de las nombradas revoluciones de colores que se desataron en Europa a principios de este siglo (Revolución Rosa en Georgia en 2003, Naranja en Ucrania en 2004, de los Tulipanes en Kirguistán en el 2005; la fallida Revolución Blanca en Belarús) y también se les ha ligado con la llamada Primavera Árabe, que sacudió al mundo hace tres años.
Claro, que en los «golpes suaves» (término que algunos adjudican al periodista izquierdista francés Thierry Meyssan) actúan numerosos agentes externos y requieren preparar el terreno con tiempo y precisión. Su intento de aplicación no es nuevo en Venezuela, pues en 2007 Hugo Chávez denunció un proceso similar al de ahora, al que llamó de «mecha lenta». Entonces explicó que grupos de jóvenes universitarios habían sido usados como carne de cañón en protestas vandálicas que intentaban generar grandes disturbios.
El guion es básicamente el mismo en cualquier país: generación de descontento, exacerbación de conflictos, generación de desórdenes o anarquía en aquellas zonas tradicionalmente de votantes de derecha, lanzamiento de matrices de opinión contra el Gobierno, manejo público de supuestas fisuras internas entre los líderes y acusaciones por «no permitir» la libertad de expresión o por practicar la «persecución política».
También se incluyen aspectos como: organización de grandes manifestaciones encabezadas por jóvenes o gremios numerosos, guerra psicológica, empleo del rumor, destrucción —por diversas vías— de los pilares del «régimen», intentos por quebrar las fuerzas armadas, pronunciamientos de voceros «democráticos» dentro y fuera del país, fomento —en lo posible— de una guerra civil, campañas contra el presidente, salidas a la luz de «actos de corrupción» de él o sus colaboradores... y, por supuesto, la toma de la calle.
No es casual que varios ideólogos de derecha o medios internacionales de gran alcance comiencen a comparar a Venezuela con países como Egipto, Siria o Ucrania. Ciertos analistas han llegado a pronosticar una primavera para América Latina —eso vive en sus deseos—, que comenzaría por Venezuela y se extendería por el resto de los países cuyos presidentes son de izquierda.
Por eso, cuando el cabecilla del partido Voluntad Popular, Leopoldo López, y la diputada proyanqui María Corina Machado lanzaron la convocatoria de la calle «hasta que Maduro se vaya», sabían de lo que estaban hablando. Conocían el plan estructurado y lo que deseaban después. Se hacían protagonistas de los escenarios descritos por Oppenheimer en el Herald o por los del experimentado Sharp, quien ha aconsejado a no pocos.
Y cuando el presidente Nicolás Maduro, o el canciller Elías Jaua se referían a un intento de golpe de Estado en Venezuela sabían con claridad meridiana lo que estaban diciendo. Luchaban por derrotar una reaccionaria e indeseada «primavera» impuesta a Venezuela.