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Alegrías en El Triste

Allí, donde los silencios impresionan y los vecinos se vanaglorian de vivir a orillas del río más corto del mundo, residen temporalmente dos atrevidos jóvenes cubanos

Autor:

Osviel Castro Medel

MATURÍN, Monagas, Venezuela.— Es un caserío tan tranquilo y lejano que un grito nocturno puede expandirse hasta salpicar el oído de una nube. No por gusto lo llamaron El Triste, aunque con el tiempo le apareció una tilde para arrebatarle, de modo imaginario, la desolación; y así empezaron a nombrarlo «El Tristé».

Está a 1932 metros sobre el nivel del mar; lo componen 110 casas en las que residen 782 personas, quienes se jactan sanamente de vivir cerca del Mapurite, que con menos de 15 metros de largo es, según ellas y algunos sitios digitales, el río más corto del mundo.

Por cierto, este desemboca en el Guarapiche, un torrente que sí provoca el pavor de las montañas y los vecinos cuando las lluvias —abundantes en ciertos períodos— lo enfurecen.

Allá, en ese silencio apartado —al que no llegan los timbres de los teléfonos satelitales—, viven temporalmente dos jóvenes atrevidos. Uno llegó desde La Sal (en Yara, Grannma), tiene 31 años, se nombra Ernesto Montero y es el médico de la zona. El otro, de 33 abriles: Andrés Valera, el «técnico deportivo», como le dicen a este licenciado en Cultura Física procedente de Las Tunas.

Ambos intentan llevarles regocijos a El Tristé y a otros barrios circundantes que también permanecen en sigilo.

En el terreno

«Oiga, usted no sabe lo que era esto antes. Había que irse a las 5:00 de la madrugada a San Antonio, que está bien lejos, para poder consultarse. Entonces uno se pasaba un día entero allí en cola hasta la noche, y si no tenía los reales para las medicinas, casi iba por gusto».

Así nos contó Elena Cabeza apenas superamos la colina donde está la modesta casa-consultorio en la que viven Ernesto y Andrés. Ella, una mujer de 50 años, quien es la Defensora de salud de la zona e higieniza el puesto médico, conoce bien las caminatas vespertinas de estos muchachos para realizar labores preventivas. Porque ella va al lado de ambos, como una madre.

«Esto ha sido una bendición», insistió, para recordarnos que, acaso por la lejanía, a El Tristé los cooperantes llegaron en 2006, tres años después de la arrancada de las misiones sociales.

«He visto a tres generaciones», nos dijo en referencia a los dúos de cubanos que han laborado en esas montañas, cuyos contornos hacen recordar la gloriosa Sierra Maestra.

«Aquí hay alcoholismo; en eso influyen la soledad y la existencia de una licorería, que funciona como centro recreativo. Sin embargo, la hipertensión, la diabetes y el asma son las tres enfermedades preponderantes», explicó Ernesto.

Él ya lleva 11 meses en ese caserío, que está a más de dos horas y media de la capital estadual; pero antes, desde junio de 2011, estuvo en Oritupano, Temblador y San Antonio.

No le ha resultado un escollo este sitio porque, como señaló, «soy del monte, un guajiro que siembra la tierra y no se asusta con las lomas». No obstante, reconoció que la falta de cobertura telefónica complica algo la vida.

«Para llamar a cualquier lugar del mundo tenemos que “bajar” a San Antonio, y eso solo podemos hacerlo los fines de semana, que es cuando vamos a las reuniones o hay un huequito de tiempo para ir a comprar algo. He podido hablar muy pocas veces con mi esposa Elizabeth allá en La Sal».

En la vecindad es admirado, aunque de vez en vez tuvo que vencer exámenes, como el de aquella señora que aseguraba que nadie podía cogerle la vena con la aguja en el primer intento sino al cuarto o el quinto. «Vino desde Miraflores algo alterada de ánimo y con un ataque de asma, pero al primer puyazo, como le dicen aquí al pinchazo, le agarré la vena y pasó el medicamento. Después no hallaba qué decir, ni cómo agradecer».

Diálogo en la noche

Andrés, padre de dos hijos (Surennia, de 11 años, y Kevin, de uno) fue bombero y vendedor por cuenta propia hasta que un día apareció la universalización y optó por la carrera que siempre había soñado: Cultura Física.

Logró el anhelo, superó los seis años de estudio y luego empezó la etapa laboral, en la que se destacó como instructor del gimnasio de Buena Vista, en la ciudad de Las Tunas. «Hasta que un día de febrero de este año me anunciaron esto; jamás lo hubiera imaginado».

Al tiempo que cuenta, nos invita a pasar a la cocina, porque debe hacer el almuerzo y el reloj apremia. «Nos compartimos las tareas el médico y yo; siempre lavamos juntos los fines de semana, limpiamos entre los dos y cocinamos entre los dos; por cierto, generalmente comida cubana».

Luego «invadimos» su cuarto, sencillo, con una cama pequeña. Está pegado al consultorio, aunque hay que atravesar un portal; nos enseña fotos de gente querida que lo estremecen.

Nos confirmó que su trabajo se centra en las charlas preventivas en la comunidad junto al médico y en las lecciones en la escuela primaria o en la cancha deportiva, fundamentalmente de voleibol, baloncesto, fútbol y ajedrez.

Lo complejo llega cuando se asoma la noche, los sonidos de los animales se adueñan del entorno y llueven las conversaciones sobre las respectivas familias.

«Es algo que no se puede describir, algo que te corre así por dentro y te sacude; hablamos hasta del perro, del olor de las calles, de todos los recuerdos de la infancia», nos confesó.

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