Dublín, la hermosa capital de Irlanda. El pequeño país europeo celebrará un referéndum en octubre para determinar si ratifica el Tratado de Lisboa. Un documento jurídico con excepciones parece un queso, por los agujeros. Y es eso lo que, en cierto sentido, evoca el Tratado de Reforma de la Unión Europea, más conocido como Tratado de Lisboa, que deberá entrar en vigor a fines de 2009.
Dicho texto, que vino a sustituir al fracasado proyecto de Constitución Europea, tirada a la alcantarilla por franceses y holandeses en 2005, intenta aceitar el mecanismo de una maquinaria de 27 países que en un par de años serán 28 (cuando ingrese Croacia). Por supuesto, cada una de las 27 cabezas tiene sus aspiraciones particulares, que a veces hacen prevalecer y se salen de la «norma», como cuando Polonia y Gran Bretaña condicionaron la firma del Tratado a que no se aplicara en sus territorios la Carta de Derechos Fundamentales de la UE.
Ahora es el turno de Irlanda. Hace un año, por estas fechas, los habitantes del país de Enya votaron contra el Tratado de Lisboa, ¡y valga que pudieron ejercer su derecho!, pues el resto de los miembros de la UE decidieron curarse en salud y no someter el documento a las urnas. En Dublín no fue así, y el electorado rechazó, por 53,4 contra 46,6 por ciento, un texto que, entendían, restaría peso al papel irlandés en Europa, perjudicaría los derechos laborales y arrastraría a la isla a una deriva militar que acabaría con su tradicional neutralidad.
Pero así como la madrastra no entregó a Blancanieves una botellita de veneno, sino una apetitosa manzana, Bruselas se encargó durante todo este tiempo de ver cómo presentarle la fruta a Irlanda, de modo que en octubre próximo sus 3,2 millones de votantes no vuelvan a patear el Tratado. En este punto hay que recordar que si uno de los 27 eurocomunitarios, ¡uno solo!, lo rechaza, pues la reforma de la UE se paraliza (a no ser que pretendan convocar a Blancanieves, o sea, a Irlanda, a votar hasta que, por cansancio, dé la mordida).
Ahora, como en el caso de Londres y Varsovia, la manzana llega a Dublín con las excepciones exigidas por los irlandeses, que quedarán recogidas en un protocolo con fuerza jurídica. Así, además de que han logrado un puesto inamovible en la Comisión Europea (que reducirá el número de comisarios desde la aplicación del Tratado de Lisboa), obtienen la certeza de que el texto no perjudica «la tradicional política de neutralidad militar» irlandesa, ni su derecho «a determinar la naturaleza y el volumen de sus gastos de seguridad y defensa».
Bueno, vamos: no hay que imaginar una Irlanda en forma de paloma y con ramo de olivo en el pico. Un reporte de Amnistía Internacional, citado por el diario mexicano La Jornada, apunta que esa isla extiende anualmente licencias de exportación por más de 3 000 millones de euros para mercaderías de uso militar, entre ellas dispositivos electrónicos para los helicópteros norteamericanos Apache, aeronaves que después se venden a Israel, y ya sabemos qué uso tienen contra sitios atestados de civiles palestinos, como la Franja de Gaza.
No, no, la cosa es otra. El Tratado de Lisboa exige que los miembros de la UE «mejoren progresivamente sus capacidades militares», es decir, que aumenten obligatoriamente el gasto en cuestiones de guerra, y es de eso de lo que los irlandeses (así como otros europeos, si se les hubiera dado la posibilidad de elegir) desean tomar distancia.
Asimismo, el que ha sido conocido como el «tigre celta» por el despegue económico alcanzado desde los años 90, a partir de la fuerte inversión extranjera, tendrá libertad para aplicar su propio régimen de impuestos (precisamente las bajas tasas a las inversiones atrajeron el capital foráneo, sobre todo de EE.UU.) y no sujetarse a una norma impositiva común con la UE. Y en cuanto a la vida humana, también Dublín mantendrá sus prerrogativas, preservando el derecho a conservar su estricta ley del aborto (que aplica solo cuando peligra la vida de la madre) y sus propias legislaciones en materia de familia y educación.
Estas son las libertades que deja la UE a la tierra de los celtas, para que sus descendientes, en octubre, voten Sí al Tratado de Reforma. Es un empujoncito, para no desencantar a los que, de todos modos, ya se están inclinando por la opción afirmativa.
Sucede que, en tiempos de una crisis en la que han sido especialmente golpeados (en 2007 había 150 000 desempleados, y a fines de 2009 serán 450 000), los irlandeses atisban que es mejor estar bajo el paraguas de Bruselas que fuera de su cobijo, en pleno aguacero. Y han movido la agujita del «euroencantómetro». Los sondeos le dan 66 por ciento al Sí, y solo 34 por ciento a quienes volverán a rechazarlo. Bien, pero de aquí a octubre, como decía mi abuelita, «se mata un burro a pellizcos», y cualquier cosa puede suceder.
Aunque ya Blancanieves haya abierto la boca...