Tras miles de muertos en 27 años de conflictos internos y casi un cuarto de millón de desplazados en los últimos tres meses, el gobierno de Sri Lanka anunció a principios de semana la «victoria final» sobre los separatistas Tigres para la Liberación de la Patria Tamil (LTTE). Aunque lo primero fueron las manifestaciones de alegría en las calles de Colombo, lo cierto es que la isla asiática vive por estos días un momento trascendental de su historia.
«Nuestra intención era salvar al pueblo tamil del cruento yugo del LTTE. Todos debemos ahora vivir como iguales en este país libre». La afirmación del presidente Mahinda Rajapakse llama a la reconciliación. Sus palabras, en idioma tamil y pronunciadas durante la apertura del Parlamento luego de la proclamación del fin de la guerra, descubren la clara posición del actual gobierno de que este sea el término de las divisiones étnicas. Pero que sanen las heridas y llegue la normalidad a tantas vidas maltrechas, dependerá del curso de los acontecimientos a partir de ahora.
Si bien es cierto que el fin de una guerra siempre es motivo de regocijo, y un primer paso importante, también supone el inicio de un peligroso camino en el que cualquier movimiento en falso puede echar por tierra lo logrado. En Sri Lanka no solo se trata de recomponer las vidas y las esperanzas de todo el pueblo: también de poner fin al sobresalto de la minoría tamil, discriminada durante décadas. Los tamiles deberán sentirse realmente respaldados, y este gobierno tendrá que marcar la diferencia con sus antecesores para que la nueva etapa se base en la confianza.
La guerra civil lazada por los tigres tamiles se inició en 1983, pero tiene sus raíces en 1948, cuando Gran Bretaña se retiró de la antigua Ceilán. Entonces los tamiles, practicantes de la religión hindú, se sintieron aplastados por la mayoría budista srilanquesa. Sin embargo, no pocos analistas coinciden en que la guerrilla separatista secuestró la causa tamil y dejó de representar sus intereses para convertirse en uno de los grupos armados más temidos de Asia, pioneros de los ataques suicidas.
Tras casi tres décadas de enfrentamientos, los guerrilleros separatistas continuaban la lucha sin siquiera tener la certeza de si, tanto tiempo después, los tamiles aún aspiraban a un Estado independiente. Quizá la mayoría solo quería la tranquilidad para sus familias, algunas conformadas por parejas mixtas; vivir sin miedos..., sin guerra.
Comoquiera, las máximas autoridades de la pequeña isla tienen ahora ante sí el desafío de lograr la paz duradera a partir de la búsqueda de un acuerdo político que incluya a la comunidad tamil. Urge también rehabilitar a los más de 250 000 desplazados que en este minuto malviven en campos de refugiados, luego de huir de los cruentos combates.
Esto podría convertirse en un elemento desestabilizador a corto plazo, si no se actúa con rapidez. No obstante, el presidente prometió reinsertarlos a sus poblados en menos de seis meses. La situación es compleja y algunas agencias internacionales han llamado la atención sobre el reto humanitario que significa llevar la normalidad a vidas tan profundamente desgarradas.
La voluntad política y el trabajo mancomunado del pueblo de Sri Lanka deberá decir la última palabra para que el tiempo de paz perdure, llegue a instalarse en los cimientos de la nación, y la reconciliación sea irreversible.