Foto: Roberto Suárez La he entrevistado de aquí para allá, a retazos, a pesar de su buena voluntad de que pudiéramos conversar, pero conminada ella por su cargada agenda; yo, anotando o grabando al vuelo cada uno de esos rafagazos que son sus reflexiones, y que Stella Calloni va hilvanando mientras habla con esa misma avidez por expresarse con que piensa, trabaja, y —seguro— vive.
Ya que no le fue dado el don de la ubicuidad para encontrarse en dos sitios a un tiempo, pienso que solo así —¡corriendo!— ha logrado seguir tantos acontecimientos de los que pudo ser o no testimoniante directa, pero acerca de los cuales indagó e investigó para emitir luego un alerta.
«Hay que salir al paso, adelantarse a los acontecimientos; es una obligación absoluta», reitera, preocupada, cuando habla de la labor de los intelectuales de izquierda y advierte sobre «lo que se le viene encima» a esta América Latina donde —al decir del también colega argentino Víctor Ego Duqcrot— se ha roto la lógica de la democracia controlada, y están llegando protagonistas «que no estaban en el libreto».
En opinión de Stella, ese es «el verdadero acto cultural» de estos tiempos: que empecemos a ir delante de lo que ocurrirá, estar más activos, y encontrar nuevas formas de denuncia; «otros modos de llegar a la gente».
Cita como ejemplo a Telesur, «lo más grande que hemos tenido en América Latina en esa dimensión; un esfuerzo extraordinario desde el punto de vista estratégico», afirma.
Es, esencialmente, el mismo signo que ha marcado sus derroteros. Porque Stella Calloni hace un periodismo que no busca el lucimiento y constituye, primordialmente, arma para el combate.
Lo supe desde los años 80 cuando, sin iniciarme en la profesión, leí por primera vez sus análisis e informaciones. Era la época de la llamada guerra encubierta de Estados Unidos contra Nicaragua y sus trabajos, contundentes y exactos, sin hacer alardes, tenían ya ese filo punzante que hace su obra trascendente y la convierte en obligada referencia para analizar el pasado inmediato de América Latina y, desde luego, el presente; pues poco de hoy podría entenderse si no se toma en cuenta lo de ayer.
Siendo la suya una de las plumas que advirtió sobre la resistencia que se interpondría a la ocupación de Iraq, Stella considera que ha debido desenmascararse mejor y a tiempo, toda la farsa montada por Estados Unidos para justificar su presencia en aquella nación, y la mentira de un conflicto interno entre sunnitas y chiitas creado —fingido— por los propios invasores.
Evidente enemiga de las medias tintas, advierte contra lo que podría llamarse la debilidad de quienes, responsables de emitir y formar criterios, terminan concediendo o sucumbiendo al lenguaje imperial, y califica «la ejecución» de Saddam Hussein como «un asesinato público».
No debería encabezarse una nota informativa anteponiendo que «Saddam era un criminal», motivo que lo llevó a un juicio considerado por ella ilegal desde todo punto de vista.
Está convencida de que tendríamos que habernos adelantado y mover lo que fuera necesario «para saber que ellos iban a matar y torturar en la forma en que lo están haciendo; que la “nueva estrategia” anunciada por Bush en su momento, era tratar de demostrar que en Iraq había una guerra interna. El imperio acorraló a mucha gente en ese sentido».
Entiende que la ejecución pública de Hussein «tuvo la finalidad de ver si podían “mover” finalmente los enfrentamientos y decir que había una guerra étnico-racial. La orden fue matar la mayor cantidad de población civil. Y la resistencia iraquí ha dicho al mundo que no hace atentados contra la población, sino contra sus enemigos ocupantes. Entonces, esa matanza de civiles tiene la finalidad de destruir el agua donde el pez de la resistencia puede nadar. Es casi algo de solución final, y nosotros tenemos que denunciar ese genocidio».
Con silencios y eso que entiende como intentos de contemporizar el lenguaje —o disculparse ante el poder— solo se propicia que los hechos se repitan, explica.
«Te lo digo con todas las palabras: no me disculpo ante el Imperio de nada. No tengo por qué disculparme, son ellos quienes nos deben muchas vidas; nos deben un genocidio en el siglo XX», dice mientras mira el reloj y se disculpa —la esperan, no puede seguir—, se pone de pie, y la sigo grabadora en mano, en el intempestivo final del primero de los dos «tú a tú» que conseguí con ella durante su reciente paso por La Habana.
Minutos antes, jóvenes que bebían de sus experiencias con la misma sensación de descubrimiento de quienes ya no lo somos, la escuchaban también conversar sobre estos y otros imperativos, durante un encuentro a pocos pasos de allí, en una de las aulas de la Facultad de Comunicación de La Habana.
Precisamente, para acabar con la impunidad y «evitar que el Cóndor siga volando», Stella Calloni fue una de las iniciadoras de las investigaciones y estuvo entre los primeros en revelar los entretelones de ese operativo que enlazó a los regímenes militares latinoamericanos durante los años 70 y 80, y que ella acuña sin duda como «contrainsurgente».
Una operación «cerrada y selectiva» —reitera— porque no todos los militares participaron en ella y que, al develarse, «es la que ha permitido, curiosamente, estudiar mejor todo lo otro, tan complejo: cada una de las dictaduras».
Sin embargo, «la mano que meció la cuna del crimen en todos los casos ya sabemos donde está y, hoy por hoy, mi esperanza es que los familiares de las víctimas exijan a Estados Unidos que indague a los grupos terroristas de origen cubano: ellos eran la mano encubierta de la CIA en esas operaciones sucias.
«No hay nadie que sepa más que ellos sobre este tema: estaban con la dictadura de Pinochet, con la de Argentina, la de Uruguay; en Paraguay. Estaban en todas partes: en Centroamérica, en la DISIP de Venezuela... ¿Quién mejor que ellos podría saber? Estaban en lugares estratégicos. Ellos saben más que nadie».
Stella lo ratifica mientras conversa con quienes asisten a la nueva presentación de su libro Operación Cóndor, que el cubano José Luis Méndez Jiménez califica como «una joya de la literatura combatiente latinoamericana» y «libro de la historia contemporánea»; una historia que se reedita con la impunidad imperial.
Ella, por su parte, narra cómo la apertura de los juicios en Argentina luego de la derogación de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, y la detención de algunos de los torturadores en Chile mediante el caso Operación Colombo —con los esfuerzos de abogados como Carmen Hertz—, han permitido seguir avanzando en el esclarecimiento de lo ocurrido en las cárceles clandestinas que Stella identifica como «lugares de noche y niebla», y ayudan también para establecer «la verdad del último día»: así llama al trágico y oculto final de decenas de miles de hombres y mujeres ejecutados extrajudicialmente, y quienes engrosan las abultadas cifras de las denominadas «desapariciones».
«El avance es lento, pero ahora sabemos más que cuando se empezó».
Así, por ejemplo, se ha establecido recientemente que 38 bolivianos perecieron, mediante el vuelo de Cóndor, en Argentina; o que el gas sarín se creó en «esa casa de la muerte» —como denomina Calloni a la vivienda en Chile del agente de la CIA Michael Townley, co-ejecutor y «contratista» de terroristas cubanos para cometer los atentados contra el ex canciller Orlando Letelier en Washington, y contra el ex general Carlos Prats y el diplomático Bernardo Leighton en Europa, todos chilenos...
«Cuando yo decía, al publicar el primer libro de Cóndor, que esa era la punta del iceberg, ¿por qué lo hacía?: era lo que teníamos. Ahora cada caso te permite abrir, ir a fondo, y muy lejos, aunque en muchas ocasiones persiste la impunidad. Los juicios también son útiles porque para establecer un proceso judicial hay que presentar documentos, pruebas, testimonios; y cada uno de esos juicios va enriqueciendo el camino de la justicia y, sobre todo, el de la verdad».
Su búsqueda se inició hace muchos años y, sistematizando toda aquella información recopilada en el propósito de constituir un libro útil, precisamente, a la justicia, Stella llegó a escribir 2 000 páginas.
Apasionada por la investigación, asegura que «todo sirve» en la atadura paciente pero urgida de tantos hilos sueltos. Cada pista lleva a otra, y otra más...
Es una labor que saca a la luz el sufrimiento de muchos —¡tantos!—; un padecer del que el periodista —supuesto ser frío, alejado del hecho, e imparcial—, de ningún modo puede estar ajeno.
En conversión más íntima, Stella confiesa que algunos quebrantos recientes y ya superados de su salud, pudieron ser un poco la secuela de todo aquello. Pero también hay satisfacción, como entiendo ella sintió cuando, luego de establecer la verdad sobre el final de un estudiante paraguayo «desaparecido» en los tiempos de las dictaduras, se dio a la localización de quien entonces era su joven esposa argentina.
La buscó, la buscó, pero resultó infructuoso. Entonces hizo la historia durante una entrevista transmitida por una emisora radial. Algunos días después, tocaron a su puerta. Agitada como siempre, Stella abrió, y en el umbral apareció una mujer con su hijo: era ella, Gladys Ríos. Ambas se abrazaron, llorando...
«Su hijo ahora está en Paraguay, muy orgulloso de saber qué destino tuvo su padre. Aquel niño de meses que era entonces, ya creció...»
Lo mismo ante el auditorio que la escuchaba al presentar el libro, que junto a los jóvenes estudiantes de la Universidad o ante la grabadora que sostengo, ahora de pie en una acera de la Fortaleza de la Cabaña —donde otra vez Stella se ha dejado atrapar— la Calloni insiste en los desafíos de esta época.
Habla sobre la necesidad imperiosa de estudiar el concepto de guerra de baja intensidad —que se está aplicando en Iraq, dice, junto a elementos nuevos como el uso de la diplomacia y los medios—; denunciar la «invasión silenciosa» que EE.UU. protagoniza con la dispersión de sus bases militares por Latinoamérica; la relevancia de apreciar que cada paso en la lucha contra la hegemonía imperial, por pequeño que fuese, es importante, y no se debe menospreciar...
Pero el tiempo vuelve a ser implacable y Stella Calloni escapa. Se aleja, concentrada seguro en sus pensamientos; aunque alguien la crea distraída cuando sortea, apurada, los adoquines de la plaza.