Estamos ya en el vigesimoséptimo día en que una potencia bélica —Israel— martillea libremente y con las dos manos a un país militarmente débil: el Líbano. El presidente Bush, en Crawford, duerme a pierna suelta y solo se despierta —¿despierta?— para pescar truchas, mientras su representante en la ONU, el ultraconservador John Bolton, se solaza en interminables conversaciones con el embajador francés. Entretanto, el pueblo libanés —mil de cuyos hijos ya engruesan la lista de muertos— no ve la hora en que el Consejo de Seguridad de la ONU acabe de decir «¡basta!» a la maquinaria militar sionista.
Y bien, ya anda dando vueltas por allí cierto documento, debatido por EE.UU. y Francia. Solo que, como era de esperar, sirve más al agresor que al agredido, y lo que más ha trascendido es que precisamente faltan en él las cuestiones verdaderamente importantes.
En síntesis, el borrador de resolución no exige el alto el fuego inmediato, ni la retirada de los 10 000 soldados israelíes del sur libanés.
Eso sí, demanda que Hizbolá cese el lanzamiento de cohetes hacia territorio israelí, y que Israel detenga sus «operaciones ofensivas». Cabe prever que Tel Aviv se haga el sordo respecto a esto último, pues desde el principio ha calificado sus acciones como de «autodefensa». O sea, debemos entender que si los F-15 sionistas vuelan al Líbano a demoler centrales eléctricas, puentes, viviendas, fábricas de alimentos, y a matar a mil personas, es netamente «defensivo»...
Pero las bombas estallan demasiado lejos de Washington y París, de modo que cualquier papel que pretenda dictar acciones ahí donde están cayendo, debe contar con los puntos de vista de Beirut. Este, respaldado por los países que integran la Liga Árabe, reclama el retiro inmediato de las fuerzas israelíes de la zona meridional, y que la ONU pase a controlar las Granjas de Sheba, un territorio de 25 kilómetros cuadrados, fronterizo con Israel y Siria, arrebatado por el Estado sionista en la guerra de 1967 y que se mantiene como una de las causas principales de la resistencia de Hizbolá.
Este grupo ha echado por tierra el mito del «invencible» ejército israelí, que si en el año mencionado, frente a tres Estados árabes, logró sus objetivos en solo siete días, esta vez, casi cumplidas cuatro semanas, no ha logrado disminuir la intensidad de la respuesta libanesa.
A propósito de Hizbolá, la tercera exigencia árabe estipula un intercambio de prisioneros entre Israel y la milicia chiita. Para quienes dicen nones en Tel Aviv, valdría recordar que no sería la primera vez. En 2004, a cambio de los cadáveres de tres de sus soldados y el «empresario» Elhanan Tanenbaum —un espía, llanamente—, las autoridades israelíes devolvieron los restos mortales de 59 guerrilleros libaneses y excarcelaron a 36 presos de distintas nacionalidades, así como a 400 palestinos. Si el ultraderechista Ariel Sharon aceptó el canje en su momento, ¿acaso Olmert resistirá la presión de sus conciudadanos para que los dos efectivos capturados por Hizbolá el 12 de julio regresen a sus casas?
De momento, se espera que el Consejo de Seguridad considere un proyecto de resolución, pero solo cuando este refleje las propuestas árabes. Y una noticia: el ministro de Defensa israelí, Amir Peretz, decepcionado con los hasta ahora escasos frutos, instó a desplegar las tropas israelíes hasta 20 kilómetros dentro del Líbano.
Es necesario que, vista la mayor destrucción anunciada por Tel Aviv, la ONU tome un poquito más de prisa. Si no, como decía mi abuela, «para cuando venga el sombrero, veamos si todavía hay cabeza».