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Una edición memorable

Fue tal la pasión en el empeño de que el libro saliera sin erratas, que se puede creer es el único al que se le ha revisado el texto no solo en galeras, planas y cromos, sino también en negativos y planchas

 

Autor:

Rolando Rodríguez

Corría mayo del 68 cuando a mi oficina como director general del Instituto del Libro, llegó el comandante Manuel Piñeiro, entonces viceministro primero del Interior y, a voces, desde el parqueo, me transmitió un mensaje: Fidel me convocaba a su apartamento de la calle 11.

Al llegar, vi sobre la mesa redonda del comedor un grueso cuaderno con unas cubiertas de papel verde y una caja de cartón llena de las copias fotostáticas de un manuscrito. El Jefe de la Revolución me refirió entonces el objetivo de su llamada: aquel manojo de folios contenía la transcripción mecanográfica de las copias fotostáticas del diario del Comandante Che Guevara en Bolivia. Esa transcripción la había hecho Aleida March.

No tuve tiempo de pensar mucho. Fidel habló: «Vamos a editar el diario», precisó: «Te llamé para eso, y porque resulta conveniente que el Instituto le escriba un prólogo». Sobre lo segundo, le respondí: «Comandante, el pueblo no lo entendería. El único que puede escribir ese prólogo es usted». Fidel calló por un momento. Quedó pensativo. «¿Tú crees eso?», dijo por fin. «Sí», reiteré. Entonces me planteó que comenzara a leer la copia del manuscrito, que él haría lo mismo con otra disponible, y se marchó a su habitación.

Las decisiones esenciales no eran pocas: ¿cómo organizar en medio de un silencio sin quebraduras el proceso editorial e industrial?, ¿cuántos ejemplares tirar?, ¿en cuál imprenta?, ¿cómo disponer el suministro de materias primas, de forma de tenerlas disponibles en su totalidad en el momento de la arrancada? y, sobre todo, ¿cómo garantizar que aquel secreto en el que finalmente participarían cientos de personas no se filtrase?

Se estableció que la edición debía rondar el millón de ejemplares (ya el compañero Fidel había decidido que se entregaría gratuitamente); el primer golpe en máquinas rotativas y encuadernación en rústica no debía bajar de 250 000 ejemplares; habría una tirada hecha en máquinas planas con encuadernación en tapas duras de 10 000; luego, se añadirían al proceso otras imprentas hasta completar los 750 000 ejemplares restantes y los libros se pondrían simultáneamente a la distribución en todo el país.

Se seleccionó nombre a nombre el grupo editorial que trabajaría en la corrección, mecanografía y diseño del original y se hizo la lista de los linotipistas, fotomecánicos, impresores y encuadernadores que participarían en la labor. Entonces se hizo el cronograma de la edición: cuatro días después de que Fidel entregara el prólogo, estaría el primer libro de la tirada de 10 000 ejemplares y a los seis aparecería la tirada grande.

Se había emprendido una segunda parte del proyecto: organizar las ediciones del diario en el exterior. Las ediciones que se hicieran no debían separarse mucho del momento de la salida de la cubana. Por suerte, teníamos editores amigos en países estratégicos. En La Habana se había comenzado, para adelantar, las traducciones de dos o tres de las lenguas en que aparecería la obra.

La tarde del sábado 22 de junio, el Comandante en Jefe me entregó la introducción. «¿Cuándo estará el libro?», me preguntó. «El miércoles», respondí. «Que no vaya a tener erratas», añadió él y yo tragué en seco. Nadie sabe lo difícil que resulta editar un libro sin erratas.

Había llegado el momento de apretar el botón que echaba a andar el mecanismo de la operación. Pasaba de la medianoche cuando me avisaron que todos los convocados estaban ya en la casa de la calle 26. Llegué al lugar, les pregunté si tenían alguna dificultad para permanecer allí durante una semana. Prácticamente todos las compañeras y compañeros presentes, en general muy jóvenes, se percataron de que entre las paredes de aquella casa podía estarse gestando una tarea trascendente. Para decirlo en buen criollo, allí nadie se rajó. Entonces, les referí de lo que se trataba.

Todavía es posible evocar la emoción con que recibieron la noticia. Trabajaron en los originales con entrega, durante toda la madrugada y la mañana del domingo. Incluso, obraron con tanta rapidez que el texto entró en la imprenta ya con todo el diseño interior marcado. Entretanto, se preparaba la cubierta del libro. No tenía discusión: debía estar basada en la foto emblemática de Korda. Al preparar los originales para los editores extranjeros, se tomaría la decisión de pedirles que en el diseño de las cubiertas se empleara la misma foto. En medio de la faena, el compañero Fidel apareció en la casa de 26. Para ser honrados, hay que decir que los correctores solo pudieron discutirle dos comas a su prólogo y él las aceptó.

Fue tal la pasión en el empeño de que el libro saliera sin erratas, que se puede creer es el único al que se le ha revisado el texto no solo en galeras, planas y cromos, sino también en negativos y planchas. Por esta causa hubo que volver a cambiar algún negativo. Con todo, en la primera impresión se fueron tres indeseables gazapos que se detectaron cuando a la medida que se imprimían los pliegos se volvieron a someter a escrutinio. Por eso, en la edición pequeña hay tres erratas que en las otras no están.

El miércoles por la noche nos acercábamos al momento culminante: la salida del primer ejemplar de la edición pequeña. La imprenta Osvaldo Sánchez, totalmente iluminada, con todas sus máquinas en funcionamiento, trepidaba como pocas veces. El olor de la tinta lo invadía todo. Esa noche por fin hubo libro.

Desde principios de la semana se habían tomado decisiones sobre la distribución. Se hizo una programación rigurosa según la cual, a partir del viernes, la isla se iría cubriendo sucesivamente con ejemplares del diario, desde los puntos más alejados a los más próximos. Las últimas librerías que los recibirían serían las de la capital. A estas irían los 30 000 o 35 000 ejemplares que se terminarían la madrugada del 1ro. de julio. Los puntos que inicialmente recibirían los ejemplares serían, desde luego, Baracoa y la Sierra Maestra.

El viernes, en Granma, se redactó la noticia de la aparición del libro. Estaban allí Celia y Piñeiro. Fidel llamó y se le leyó el texto. El sábado, cuando ya circulaba el periódico, salieron los correos para distintos puntos del planeta con su carga de manuscritos y la reproducción de la foto del Che. Ahora les tocaba su turno a los editores extranjeros. No pasaría más de una semana cuando empezaron a aparecer los ejemplares de las editoriales amigas.

A la hora en punto, en toda Cuba se inició la distribución. Durante las semanas siguientes continuaron imprimiéndose ejemplares en otros talleres del Instituto del Libro. El cálculo de ejemplares fue cabal: solo al aproximarnos al millón se sintió que la demanda se calmaba.

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