Me gané los improperios más inusitados. El grito ofensivo, acompañado de la mirada afilada, fue inesperado, pero no merecido. Sin embargo, tuve que escucharlo. Por suerte, alguien más sumó su voz e impidió que más injurias me lanzara aquel hombre desde su balcón, y no precisamente por defenderme, sino porque coincidía conmigo en el reclamo.
¿Se imagina caminar por la acera, mirar casualmente hacia arriba y ver a un hombre en su balcón, vertiendo en ese instante el contenido que acumulaba en su recogedor? Los papeles, pelos, latas, polvo y basura en general cayeron hacia el tramo de acera que, por cuestión de segundos, pisaría yo en ese momento.
«Señor, después nos quejamos de que la ciudad está sucia... ¿No puede verter su basura en el cesto de su casa o en el de la esquina?», y ahí comenzó el «bombardeo insultante».
Quien salió de su casa a sumarse a mi punto de vista fue el vecino del apartamento de la planta baja, «y siempre soy yo el que barre todo esto, y ya veo que la basura no viene de la gente de la calle, sino de los propios vecinos». A él también le tocaron más lapidarias frases al estilo de «tú también métete en tus asuntos, total, esta ciudad es un asco».
¿En serio? Se atreve a tildar de asquerosa su ciudad quien se ocupa de ensuciarla sin razón. Y no niego que los basureros exceden su área designada por la demora de la recogida de los desechos sólidos y eso, claro está, atenta contra la higiene del barrio y ocasiona la proliferación de vectores, pero no es ese vecino desde su balcón el indicado para mencionarlo si, justamente, con su conducta favorece que al caminar por la acera uno tenga que sortear lo que no debería.
Entonces yo, que crecí con la ferviente convicción de que soy mejor ciudadana si guardo en mi bolso el papelito o la lata de lo que consuma hasta que aparezca un contenedor o un cesto, y que no lanzo desde mi casa hacia la calle la basura que puedo recoger en ella hasta ser vertida lejos, me percaté de que la desidia de algunos es, precisamente, el dolor de cabeza de otros.
Y ahí está el que sigue lanzando a mi pasillo trasero las cáscaras de los huevos que come, las hojas de los tamales que pela, las semillas de los ajíes que limpia y los sobres de los edulcorantes que usa —porque prefiero pensar que los huesos de pollo sean restos del manjar de algún gato callejero—. Quizá, ni se conozcan ni sean amigos, pero caramba, ¡cuánta semejanza entre estos dos seres a solo una cuadra de distancia! Y si me dan deseos, a veces, de vaciar mi recogedor en la puerta de la casa del vecino de los altos, con su propia basura, para que se percate de la agresión que a diario comete, y no lo hago, es porque considero que no puedo ser de la misma estirpe de quien critica y luego es quien destruye y ensucia.
¿Leyes? ¿Sanciones? ¿Multas? ¿Gritos, insultos y discordia sostenida? Pudiera ser, pero mejor cultivar la conciencia, y esperar a que los demás, pacientemente, beban de su misma agua. No es la ciudad la que se ensucia a sí misma, si no nosotros mismos; todos somos ella. Las ofensas y las conductas antisociales solo reflejan que la basura puede acomodarse con mayor éxito en nosotros mismos, de no actuar con respeto hacia el otro, con decencia y civilidad.