No por grotesca o absurda hay que dejarle de prestar atención a la idea que pretende vincular el 10 de Octubre a nuevas «revoluciones», con colores de disturbio y ruptura.
Se intenta desconocer que aquel campanazo en Demajagua fue el mismo que hicieron sonar después varias descendencias de cubanos, incluyendo a la Generación del Centenario, admirable por su deseo de entregar la vida para sacudir la nación, tal como hizo Céspedes en 1868.
También subyace la pretensión de convertir al Padre de la Patria en flamante provocador de quebraduras de estos tiempos, a la palabra libertad en un sofisma al que se le debe tener miedo, y a la independencia proclamada entonces en una justificación para la anexión a la potencia bloqueadora.
Tal filosofía, vieja pero modernizada hoy con tecnologías y la famosa guerra de símbolos, no hace más que reafirmar la necesidad de penetrar con mejor intencionalidad en nuestra historia y en tantos hechos que, como los del 10 de Octubre, han quedado reducidos más de una vez a la descripción superficial.
Si seguimos contando una historia aburrida y superficial, con héroes totalmente impolutos, con acontecimientos sin contradicciones, sin la polémica necesaria en todo proceso humano y sin vincular el pasado con la actualidad, tendremos menos armaduras para batallar contra quienes quieren dejar pasar otra vez a nuestro patio el corcel de Orville Hitchcock Platt (1827-1905), nombre de triste recuerdo por haber dado nombre en 1901 a un apéndice que laceró nuestra primera Constitución y echó por tierra muchos de los sueños del propio Céspedes y otros padres fundadores de la nación cubana.
Hace seis años, el Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, nos advertía precisamente desde el Parque Nacional La Demajagua, en la conmemoración por los 150 años del primer grito independentista, que necesitamos invitar a nuestros hijos y nietos, y a todo el estudiantado del país, a desentrañar el significado de la concluyente frase pronunciada por Fidel el 10 de octubre de 1968: «…en Cuba ha habido una sola revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868, y que nuestro pueblo lleva adelante en estos instantes».
Si bien es cierto que nos acechan tiempos demasiado complejos, con crisis económica incluida, también resulta una verdad como roca que ese análisis público de la fecha gloriosa y todos sus significados —enriquecidos por el Comandante en Jefe— aún está por comenzar, con todo rigor, en nuestras escuelas y en la vida diaria de la nación.
Tal análisis debería estar presidido por varias máximas, mencionadas por otros, aunque relegadas en muchas ocasiones: esa Revolución única está por perfeccionarse, necesita más cambios, romper ataduras y viejas mentalidades, sacudirse de lastres como el bucrocratismo, explotar con la verdad tantos globos que nos salen al paso, poner la prosperidad material colectiva como una de sus razones primeras, continuar realzando la condición cespediana de hermanos y de iguales, valorizar nuestros símbolos, hacer que la República moral sea un hecho y no una quimera, consolidar el concepto de libertad individual y nacional.
Claro que no es lo mismo una aspiración a una realidad, y es difícil teorizar con ejemplos concretos cuando las carencias materiales se siguen imponiendo después de muchos años de resistencia.
Del horizonte no parece borrarse el camino tortuoso. La imagen del «brazo de hierro» empleada por Céspedes en su manifiesto revolucionario, para referirse a la metrópoli de antaño, puede trasladarse perfectamente ahora a los que apuestan a la asfixia y a la dificultad con el objetivo de derrumbar más que un proyecto.
Sin embargo, no deberíamos culpar de nuestros yerros —los mismos que desaceleran o estancan esa Revolución del 68 y del presente— a fuerzas externas, por poderosas que sean.
Quienes engañosamente buscan «revolucionar» desde dentro o desde afuera, como si la bandera de Demajagua les perteneciese, siguen apostando a sembrar espinas en ese sendero, y al cansancio, al desaliento, al juego de las fracciones. Algunos, vale decirlo, caen en la trampa.
Quienes pretendemos que la Revolución siga siendo indivisible deberíamos ir una y otra vez al ejemplo del Iniciador y de todos aquellos que se levantaron con apenas 37 armas contra un Ejército de 13 000 efectivos. Aquellos que, como decía el Presidente, nos lo dieron todo cuando se privaron de sus bienes materiales. Nos dieron las pautas para mantener la esperanza pese a las tremendas adversidades, el paradigma para disentir de lo que anda mal, torcido, inoperante; las razones para dar el mismo grito por la justicia, la libertad, la igualdad y la verdad.