De poco sirve la nostalgia cuando el pasado solo proyecta sombras. Es cierto que, en los vericuetos de la subjetividad, todo tiempo pasado nos parece mejor. Incluso, casi se ha vuelto una pandemia virtual el compartir en los perfiles fotos de añejísima data con el propósito de alebrestarnos la añoranza. Fotos sepia, seres engastados en vestimentas que recuperan su elegancia desde los grises; copiosos peinados; ciudades que parecen de artesanía, carros y tranvías casi de cuerda. La tramoya nos cautiva y nos devuelve un pasado que, como todo tiempo, solo fue mejor o peor en dependencia de los acontecimientos que los signaron. El pasado deviene utopía.
Mi generación vivió sucesos bellos, por extraordinarios: el triunfo revolucionario, la alfabetización, la victoria sobre los mercenarios, la transformación de cuarteles en escuelas, el nacimiento de centros de salud, la poesía del trabajo, la irrepetible oratoria de Fidel en sus múltiples discursos… La épica como lírica, sin vuelta atrás. Cuando hoy, décadas después, vemos imágenes de esos instantes, la fuerza renace.
Pero otro pasado quiere plantársenos delante como paraíso perdido: se nos aparece en las redes sociales con fotos de una ciudad llena de lumínicos, bares, elegantes establecimientos comerciales, automóviles y calles limpias. Si no activamos la verdadera memoria podemos terminar creyendo que esas estampas transmiten la imagen de lo que era toda Cuba antes de la Revolución. La Habana era, sí, una ciudad moderna, pero rodeada de pobreza e injusticia por todas partes.
Todas las ciudades y pueblos cubanos exhibían su maquillaje, más comercial que cultural, y todos los flujos informativos concurrían en la validación de ese disfraz de vida próspera. En los estantes de los establecimientos —incluso los más humildes— los diseños competían y aportaban un colorido que, por lo general, faltaba en las cocinas. El amarillo de la harina de maíz o el blanco y negro del arroz con frijoles solo en contadas ocasiones era matizado por el rojo de las carnes. El inventario de la oferta superaba en más de cien veces la posibilidad de adquirir los surtidos que lo configuraban. Con 50 centavos comía una pequeña familia, pero ¿cómo ganar honradamente ese peculio?
No había que salir de la ciudad para chocar con la antítesis de lo que esas postales intentan pasarnos como si fuera la ciudad toda. Los barrios marginales con cero niveles de urbanización estaban ahí, con otro color menos light. Las periferias rurales, pese al bucolismo de ciertas canciones eran la viva estampa del desamparo. Todo tenía el matiz de la miseria a medida que nos adentrábamos en los ámbitos rurales.
La más perversa estrategia de los proyectos subversivos que buscan desmontar el adelanto histórico que significó la Revolución Cubana es el de dibujarnos una Cuba pasada boyante donde todos tenían de todo. El borrón histórico se usa como herramienta poderosa y socorrida. Para bucear en el pasado se acogen a la exposición selectiva: la vida de los ricos era la vida de muchos; la de la clase media la de todos; no existían los descomunales bolsones de pobreza, la asimetría descomunal, el hambre, la insalubridad y la ignorancia que conocimos quienes somos tan viejos que lo vimos todo, en vivo y directo, no desde internet; lo vimos y lo padecimos.
Es nuestro deber exponer la verdad tal como fue, con imágenes y palabras, para que las nuevas generaciones no se crean más el cuento del capitalismo bueno que afirman se tronchó con la Revolución. Cuando no quede vivo nadie de los que estábamos ahí entonces, que al menos queden nuestras palabras para que otros puedan diferenciar al gato de la liebre.
Diariamente veo en las redes sociales imágenes de esa «preciosa» Cuba de ayer, siempre acompañadas de comentarios sobre la obra supuestamente destructiva de la Revolución. Es cierto, en nuestros pueblos y ciudades hay deterioro urbano, pero quienes evocan y ofrecen como modelo aquellos «esplendores» debían decir también cuánto construimos, para todo el mundo, pese a las limitaciones del bloqueo y las deformaciones estructurales que nos dejaron cuatro siglos de colonialismo. Los lumínicos se desvanecieron, sí, pero otras luces de justicia social dieron empleo seguro, salud, educación, cultura y dignidad a todos por igual, sin importar origen, color, sexo o credo.
Será necesario que todos los que sabemos que solo en el socialismo están las posibilidades de mantener (o recuperar) lo que para todos se había alcanzado, dejemos testimonio de aquel ayer que no merece al mañana. Y trabajar para que nuestros pueblos y ciudades ganen esa elegancia y ese otro color que no alimente solo la vista de muchos y los estómagos de pocos. No está en el regreso la garantía del bie- nestar: ese ayer tiene rostros que los más jóvenes desconocen. Pensemos en un provenir que nos exige entregar el hoy. Si no lo hacemos, otros se ocuparán de hacernos morder la carnada con la manipulación de postales que fragmentan la realidad.
La luz nos espera: existen colores desconocidos que nos corresponde capturar y colocar su brillo donde nunca jamás se lo imaginan. (Tomado de La Jiribilla)