En la secundaria, allá por los 90, fuimos a nuestra primera marcha de las antorchas. Cada año, el 27 de enero lo esperábamos como cosa buena: íbamos solo con dos o tres profes —por lo cual teníamos algún nivel de independencia— y veíamos a muchachos de la Lenin, los Camilitos, ITM, deportistas…
Nos mezclábamos en cada grupo para oír, conocer y reírnos. Salíamos en guagua o camión para la Escalinata que veíamos casi inalcanzable. Escogíamos antorchas cuando no llevábamos la que hacíamos en casa, y esperábamos con ansias el momento de encenderlas. No había teléfonos celulares, si acaso pocas cámaras fotográficas de algunos, pero los recuerdos de ese tiempo tienen más fuerza que daguerrotipos y píxeles.
El momento del encendido era espectacular… Lo es aún. Sección a sección se iba llenando de luz. Recuerdo incluso que un día nos adelantamos y vino alguien a regañarnos y preguntó de qué escuela éramos, y un astuto rápidamente dio el nombre de la otra secundaria eterna rival nuestra en concursos y emulaciones. De más está decir que salimos de ese lugar corriendo y nos colocamos en otra esquina por si se armaba algún regaño colectivo a nombre de la otra escuela.
Así bajamos… Así he bajado, desde entonces, año tras año la Escalinata de la Universidad de La Habana, acompañada de buenos amigos y hasta la fragua del Maestro, para celebrarle el cumpleaños al mayor y más amoroso de todos nosotros, y ser consecuentes con sus ideas.
Fidel tiene palabras hermosas en esas marchas. Muchas. Leales a Martí y a Maceo, un eterno Baraguá. Cada vez que podía regresaba a la marcha por el iluminado, como habían inaugurado ellos en resuelta Generación de su centenario. Siempre lo veo allí. Siempre ha estado.
Hoy se alumbra la llegada del 28 de enero desde casa, desde el altar y la fragua que en el alma tenemos todos al Apóstol, con la certeza de que tanto su ADN como el del Comandante, seguirán inspirando caminos de luz. (Tomado de Patria y Amor)