Fidel afirmó en más de una oportunidad que se había hecho revolucionario en la Universidad. Es de suponer que el estudiante interno del Colegio de Belén había desarrollado, en la escuela de los jesuitas, sus habilidades de atleta y su gusto por la exploración en contacto directo con la naturaleza, pero no pudo tener participación en la vida pública. Encontró en la Universidad un ambiente social más complejo y confrontaciones ideológicas de diversa naturaleza.
Algunos, tal vez revolucionarios en su origen, habían derivado al enfrentamiento armado, como los miembros de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) y el Movimiento Socialista Revolucionario (MSR). Pensando quizá que por esa vía se eliminarían mutuamente, el presidente Ramón Grau San Martín otorgó el grado de comandantes de la policía a los más connotados jefes de ambos grupos, lo que propició la atroz matanza de Orfila.
Algunos años después, acababa yo de ingresar en el centro de altos estudios cuando fue asesinado Justo Fuentes Clavel, vicepresidente de la FEU. Un poco antes, recién llegada, cuando subía emocionada la escalinata un estudiante abrió su chaqueta para mostrarme la canana de balas al estilo de Pancho Villa.
La corrupción había permeado también a estudiantes involucrados en el rejuego político. Así ocurrió con el Balneario Universitario, donde el joven designado para sanear el ambiente fue asesinado. El Gobierno ofrecía botellas a algunos para neutralizarlos por esa vía y comprometerlos en acciones divisionistas. Era la resaca de la Revolución del 30, que se había ido a bolina según el decir de Roa, aunque, como sucedería muchas veces en nuestra historia, el revés momentáneo había dejado siembra de futuro.
En efecto, no todo eran sombras en aquella Universidad. Estaban, por supuesto, los indiferentes, deseosos tan solo de obtener un título que, con algo de palanca y apoyo familiar, les permitiera medrar profesionalmente. Había también profesores que no renunciaban a los ideales de antaño. Roa fue uno de ellos: enfrentó con valentía a los bandoleros del gatillo alegre que integraban el llamado «bonche» universitario.
Hubo también un sector estudiantil, con diferentes matices ideológicos, que aspiraba a construir otro país. Entre ellos, la conciencia antimperialista alcanzaba distinto grado de maduración, pero se mantenía vívida la memoria del intervencionismo norteamericano después de la caída de Machado, para imponer un Gobierno de mano dura diseñado por la tríada Caffery-Batista-Mendieta.
Otros observaban con interés el programa de «independencia económica, libertad política, justicia social» propuesto por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) bajo la dirección de Eduardo Chibás. Una exigua minoría dispersa por todas las facultades tenía formación marxista. Algunos militaban en la juventud del Partido Socialista Popular, otros guardaban alguna reserva por los errores cometidos en la Unión Soviética bajo la conducción de Stalin. Simbólicamente, la dirección de la FEU se reunía en el Salón de los Mártires. Tras la mesa presidencial se mantenía la foto clásica de Julio Antonio Mella. En las restantes paredes, los rostros imberbes de quienes habían afrontado la tortura y la muerte.
A una velocidad vertiginosa en Fidel despertaba la acción revolucionaria, que lo uniría por siempre al destino de la patria. Leyó, estudió, actuó. Participó en los trabajos de los comités de solidaridad con los pueblos de Nuestra América y en aquellos que combatían las manifestaciones racistas y solapadas de racismo. Nunca fue un lector pasivo, estaba dotado de una extraordinaria capacidad de concentración.
En la Universidad de entonces el curso de Economía Política inspiraba un terror casi legendario. Muy extenso, el texto de la asignatura era de la autoría de Charles Gide, representante del más ortodoxo pensamiento liberal. Cuenta Katiuska Blanco que el examen oral fue extraordinariamente prolongado. A diferencia de los que suelen hacer los escolares, Fidel no se propuso demostrar que conocía el contenido del libro. En sus respuestas a las preguntas formuladas sintetizaba los resultados de una reflexión crítica. A punto de terminar los estudios universitarios, Fidel sentaba las bases de una concepción del mundo y de la sociedad. Hombre del establishment, el profesor Portela debió sentir admiración por aquel joven que no se arredraba a la hora de plantear criterios discrepantes.
Armando Hart reclamaba la necesidad de dominar la cultura de hacer política. Tenía razón. Pero, bien llevada, la política es también un arte que conjuga el conocimiento del ser humano en lo que tiene de pequeño y de grande, la noción de lo que en cada momento histórico puede y debe hacerse, la capacidad de formar alianzas sin vulnerar principios fundamentales.
Con el empleo de esos recursos, Fidel se implicó en los procesos electorales de la Facultad de Derecho sin perder una sola batalla por evitar que la Universidad tuviera dirigentes corruptos y «genuflexos», palabra que tanto gustaba a Roa y que la emplearía como dardo en las grandes contiendas internacionales que sucedieron al triunfo de la Revolución.
Al graduarse de abogado, Fidel estaba cerrando una intensa etapa de formación y aprendizaje desde el punto de vista intelectual y en cuanto al entrenamiento en el arte de hacer política. Era estudiante todavía cuando el asesinato del colombiano Jorge Elíecer Gaitán desencadenó trágicos acontecimientos que durante más de medio siglo han llenado de sangre y dolor ese hermoso país. Fidel estaba en Bogotá cuando asesinaron a Gaitán; participó en la organización de un congreso latinoamericano de estudiantes. Su mirada trascendió el territorio de la Isla. El joven abogado estaba iniciando una carrera tan intensa y múltiple que no parece caber en una sola vida. La Universidad había quedado atrás, pero nunca le volvió la espalda.