Ronaldo Veitía fue un gigante de cuerpo, pero también de alma, uno de esos tipos a los que no les bastó con tener talento, sino que dedicó cada minuto de su vida a pulirlo y ofrecerlo como un bien colectivo. Hace pocas horas dejó de existir y el dolor de su ausencia solo encuentra paliativo en las múltiples y sinceras muestras de cariño llegadas desde cualquier rincón del país que defendió y honró.
Conocer de la enfermedad que le aquejaba y le mantenía bajo cuidados hospitalarios hace algunos meses fue el primer choque para todos quienes le admiramos. Las paradojas de la vida nos obligan a veces a situaciones así: no nos acostumbramos a percibir los achaques de personas a quienes imaginamos invictas, siempre «al pie del cañón», con el ímpetu intacto.
Olvidamos que todos somos mortales, de carne y hueso, y que el ímpetu espiritual puede mantenerse intacto, mas el físico escapa de simples voluntades. A Veitía le menguaron eso, el físico, aunque dudo muchísimo que haya podido resquebrajarle la inoportuna enfermedad el carácter de ganador que le llevó a la cima de los éxitos deportivos y personales.
No estoy especulando. Las evidencias están ahí, al alcance de un recuerdo, de un clic, de una foto. ¿O caso fueron fortuitos los logros de Legna, de Sibelis, de Driulis o Estela? ¿Acaso pueden inculcarse por arte de magia a tantos atletas el gen luchador de campeones que se reiteró en cada figura del judo femenino cubano durante décadas?
Hoy, de hecho, llueven las frases de agradecimiento de aquellas glorias que vieron potenciado su talento con la exigencia de Veitía, con la sapiencia y la pericia para sacar el jugo de sus discípulos. Cuando la gratitud es prácticamente unánime, pocas cosas quedan por decir.
Sin ánimos de conformar un panegírico, porque somos humanos y todos tenemos defectos, bastaría con resumir que Cuba ha perdido a uno de sus mejores formadores y pedagogos, no solo en la rama deportiva.
Queda en el recuerdo el «buda» agitando con sus brazos gruesos la bandera cubana, agitándola con todo el orgullo que merecía un título para su país en suelo olímpico, aguantando también en un brinco a Legna Verdecia y sonriendo de felicidad por la medalla que volvería para Cuba, una más de tantas.
Ese era Veitía, un tipo grande de cuerpo, reitero, pero también de alma, porque supo llegar al corazón de los cubanos en cada instante de su vida. Y eso no lo consigue todo el mundo.