Hace 120 años nació, casi por casualidad en la calle habanera de San Juan de Dios, Marcelo Pogolotti. Hijo de extranjeros, dado que su padre era italiano y su madre anglonorteamericana, el idioma utilizado en la intimidad familiar era el inglés. Aunque pasó desde pequeño largas temporadas en Europa, cursó parte de la enseñanza primaria en escuelas cubanas situadas en el entonces bastante deshabitado municipio de Marianao.
Allí participó en correrías con sus compañeros de estudio, algunos de los cuales, como el pintor Carlos Enríquez, compartirían amistad y batallas por insuflar un espíritu renovador a la cultura cubana, entonces adormecida por las supervivencias del dominio colonial español y la penetración acelerada del influjo del neocolonialismo norteamericano.
En el país del norte pasó la secundaria en un centro de educación de tipo militar e inició la carrera de ingeniería, abandonada más tarde por su vocación de pintor. Entre tantos andares, había arraigado en él el sentimiento de cubanía al que se vio atado por el espíritu cordial y solidario del criollo.
Regresó a la isla dispuesto a afrontar, a pesar de haber nacido en cuna de oro, la pobreza extrema, comprometido con la lucha por la transformación vanguardista del Grupo Minorista. En la Exposición de 1925 se unió a otros fundadores como Carlos Enríquez, Víctor Manuel —recién llegado de Europa—, Antonio Gattorno y Eduardo Abela.
Deslumbrado por el rencuentro con el país, recorrió La Habana de punta a cabo haciendo apuntes a la plumilla, reveladores de los encantos enmascarados en el entorno urbano.
Junto con Carlos Enríquez recorrió las zonas rurales en las que descubrió los rasgos del paisaje y el rostro verdadero de la miseria campesina. Había encontrado el sentido de la vida a través de la participación creativa en la construcción de un país. Por distintas circunstancias permaneció mucho tiempo en Europa y en México. Pero siempre quiso dejar sus huesos en Cuba. Y, en efecto, aquí han encontrado reposo definitivo.
Hijo de francés y rusa, Alejo Carpentier nació en Lausana. Con toda probabilidad, el francés era el idioma usual en la intimidad hogareña. La enfermedad lo condenó a una infancia solitaria en un ambiente rural en las cercanías de la capital. De allí brotó el conocimiento apasionado de la naturaleza que lo acompañaría siempre. Sus escasos compañeros de juego eran los campesinos del vecindario. Sin haber traspasado del todo la adolescencia, abandonado por el padre, tuvo que luchar por el sustento en una ciudad hasta entonces desconocida.
Por vía del periodismo, se vinculó al Grupo Minorista, que tan decisivo papel habría de desempeñar en la historia y la cultura cubanas. El músico que llevaba dentro lo condujo al descubrimiento y reivindicación del componente africano en la conformación de lo que somos. Involucrado en la llamada «causa comunista» desencadenada por Machado, fue encarcelado. Marchó luego a Francia, donde permaneció diez años de fecundo aprendizaje, sin perder por ello el contacto sistemático con la isla.
De vuelta a Cuba conoció la feliz plenitud del rencuentro. Las difíciles circunstancias económicas lo llevaron a Venezuela, donde se mantuvo a lo largo de 14 años. En la «tierra firme» profundizó su conocimiento de nuestra América. En el triunfo de la Revolución Cubana y en el discurso pronunciado por Fidel en la caraqueña Plaza del Silencio, reconoció la posibilidad de realizar los sueños postergados y de poner al servicio de la construcción de su país todo el saber acumulado y el prestigio ganado con una obra que, ya entonces, había logrado un sitio prominente en la literatura internacional.
Sin vacilar, lo echó todo por la borda. Renunció al bienestar para compartir con su pueblo las experiencias de la cotidianidad y los riesgos de un enfrentamiento entre David y Goliat. Propuesto para el Premio Nobel, su nombre fue descartado por razones políticas. En lucha contra el cáncer, trabajó hasta el último instante de su vida. Entregó a Cuba todos sus bienes materiales, desde el Premio Cervantes hasta el legado patrimonial de sus fuentes documentales.
Yo nací en París. Mi primera infancia transcurrió entre Francia e Italia. De ello conservo una imborrable memoria afectiva y un vínculo amoroso con la cultura de esos países. De repente, cuando estaba a punto de cumplir los ocho años, se produjo un trasplante desgarrador hacia lo ignoto. No sabía una palabra de español y en la intimidad del hogar, donde mi madre fue aprendiendo a trompicones el castellano, seguíamos hablando francés.
En los retozos infantiles y en la escuela el país me fue entrando por los poros, a lo que también contribuyeron los debates en las tertulias animadas por mi padre. De ellas emergían, en sus múltiples matices, trozos de nuestra narrativa histórica. En la Universidad, más allá de las aulas, en las controversias de la FEU, en la confrontación de ideas, mis convicciones arraigaron definitivamente y se acrecentaron después del golpe de Estado de Batista. Mi vida había encontrado sentido. En la tarea de cada día, lejos de cualquier protagonismo, desde el pequeño espacio ajustado a la medida de mis capacidades, me tocaría hacer algo para contribuir a la construcción del país soñado. Cuando me llegue la hora final, aspiro a que mis cenizas se diluyan en el agua salitrosa que envuelve la isla.
Nuestra especie se ha forjado a partir de la energía creadora que dimana de su subjetividad, reservorio infinito de energía espiritual. Con el desarrollo de la mano aprendimos a sobrepasar la etapa recolectora que imponía la emigración más allá de los límites del África originaria. Venciendo dificultades de toda índole, adoptamos la posición erecta, con lo cual nuestra mirada pudo alcanzar horizontes más anchos. A través de un complejo proceso evolutivo, forjamos un sofisticado aparato de fonación. Así conquistamos el dominio de la palabra, indispensable vehículo de comunicación, herramienta fundamental para el ejercicio del pensar.
Ante los caminos que hoy se bifurcan, amenazada la supervivencia de la especie, evocar el de dónde venimos, desde su más remoto origen, contribuye a desentrañar el sendero que habrá de conducirnos a la salvación posible.
El capitalismo desemboca en la barbarie, afirmaba Rosa Luxemburgo con mirada profética. Para el Che, pensador de afilada percepción crítica, el revolucionario está movido por profundos sentimientos de amor. Por eso, la apremiante necesidad de vencer la adversidad en el plano de la economía tiene que andar unida a la construcción del hombre nuevo, vale decir, la acción sistemática en el terreno de la subjetividad. En ese ámbito se libra la batalla cultural de nuestros días.