Todavía debe estar asustado. Y sus padres, además, molestos. Que un niño de nueve años juegue en el parque, como otros días, está bien. Que no cruce la calle sin permiso, que se cuide de no lastimarse y que comparta juegos y vivencias con sus amigos, está bien. Que no se atemorice porque vea perros llegar con sus dueños, está bien. Pero que luego su tarde se nuble con lágrimas, resulte herido y quienes debían socorrerlo no lo hagan, eso está mal.
Hablo de un niño que jugaba en el parque en el horario habitual después de sus clases. Hablo de una pareja que llegó al mismo parque con sus dos perros labradores y un niño y que se disponía, seguramente, a pasar el rato, felices. Todo estaba bien. Pero cuando el niño llega con su pulóver rasgado y cuenta que uno de los perros «se le tiró», imagine la preocupación de sus padres y, sobre todo, el asombro por el hecho de que aquellos adultos se fueron sin importarle el suceso.
Cuando se indaga al detalle en el acontecimiento, el niño cuenta que entre juegos, sin querer, pisó a uno de esos perros, específicamente uno que, según supo, era un cachorro de cinco meses. Lógicamente, y eso lo explica todo, el can reaccionó a esa «agresión» y por fortuna, el mal no fue grave.
El niño, asustado, llegó a su casa. Sus padres le revisaron, le curaron, llamaron a la doctora del consultorio para preguntar si era necesario vacunarlo e intentaron calmarlo. Reitero que no fue nada grave, pero pudo haberlo sido. ¿Y los dueños del perro? Ausentes.
Justamente, ese es el motivo de estas líneas. Lo sucedido fue «accidental», y fíjese que lo destaco entre comillas. Fue sin intención que el niño, en medio de sus saltos y piruetas jugando fútbol con sus amigos, pisó al perro que, además, andaba suelto. ¿Por qué el perro andaba suelto y no llevaba bozal? Pero si se trata de un cachorro, pensará usted. Puede ser, pero un cachorro de la raza labrador, de cinco meses de edad, ya tiene un tamaño considerable, ¿no le parece? Además, la ley lo establece.
¿Cuál ley? El Decreto-Ley 31 De bienestar animal, que entró en vigor en julio de 2021. De forma clara se expresa en el artículo 35.2 en el capítulo VI las obligaciones de quien tenga como animal de compañía a un perro, en su rol de propietario, poseedor o tenedor, entre las cuales se encuentra, «poner arreo y bozal en aquellos de talla mediana y grande en los espacios públicos». Recuerdo, entonces, que un cachorro de labrador de cinco meses ya posee una talla mediana.
Por suerte, no fue una herida grave la recibida por el niño. Y está vacunado, y el temor a los perros grandes, como dice, se le pasará. Pero lo que se considera incorrecto por parte de sus padres, y por mí, y por usted posiblemente, es que los dueños del can no hayan acudido junto al niño como muestra de responsabilidad y preocupación. Cuenta el niño que se le acercaron e intentaron calmarlo pero desaparecieron del parque y eso, considero, no es un acto de humanidad.
Reflexiono entonces a partir del suceso y realmente me preocupa esa dejadez. Pienso que llevar al niño hasta sus padres, informar sobre lo sucedido e, incluso, dejar los contactos para posterior localización en caso necesario, era un deber. Las normas sanitarias así lo requieren. Y no armo una tormenta en un vaso de agua. Simplemente me detengo a pensar en que no fue correcta esa actitud.
En cuanto a la legislación y su cumplimiento —y créame que soy de las que abogaba por la existencia de un cuerpo legal que tomara en cuenta a los animales en nuestro país—, considero que, como muchas veces sucede, no se aplica con rigor en ciertos aspectos. Como mismo no he visto que se multe a quien descuida un caballo al sol en la vía pública, por ejemplo, tampoco veo que colocar arreo y bozal a perros de determinada estatura se cumpla. Es de todas las partes necesario acatar la ley.
El niño de mi anécdota volverá a jugar al parque, con certeza. Los dueños de los labradores tal vez vuelvan a verlo, no lo sé. Pero la experiencia me ha hecho pensar en demasiadas cuestiones. Ojalá no se repita.