La curiosidad es condición innata del ser humano. Se manifiesta en los infinitos porqués de los niños, en el gusto por la chismografía, en el interés por conocer el origen de las especies y el funcionamiento de nuestro cuerpo, así como en la capacidad de inventiva que ha ido rodeando de objetos novedosos el mundo que nos rodea.
Con esos antecedentes, llama la atención el rechazo generalizado por el estudio de la historia cuando, paradójicamente, seriales exitosos abordan el tema. Es cierto que el atractivo de los medios audiovisuales ha desplazado el predominio de la letra. Creo que una clave significativa del problema se encuentra en palpables deficiencias en las prácticas del arte de contar.
En el siglo XIX se produjo un radical cambio de época, resultante de la Revolución Francesa, de las consecuencias sociales y económicas de la Revolución Industrial, el abaratamiento de la producción de papel y la consiguiente multiplicación de libros y periódicos.
Los hombres abandonaron el uso de encajes y pelucas empolvadas para adoptar la sobria levita negra y se dejaron crecer las barbas. Con la máquina de vapor, el ferrocarril y la navegación achicaron las distancias. La América Latina accedió a la independencia, mientras las potencias europeas volcaban su apetito de dominación en África y Asia.
La rápida evolución de los acontecimientos estimuló el impetuoso desarrollo de la historia y de la narrativa. La primera conquistó jerarquía científica, junto con otras disciplinas orientadas al estudio de la sociedad y los conflictos que perturbaban la conducta humana.
La novela sedujo a numerosos lectores. Bajo el influjo del romanticismo, comenzó por evocar los remotos tiempos medievales, según el modelo establecido por el exitosísimo Ivanhoe, de Walter Scott. Muy pronto el método adoptado para la reconstrucción del ayer generó pautas para la exploración del presente. Víctor Hugo volvió la mirada crítica hacia la Revolución Francesa en El noventa y tres, pero no pudo eludir la insurgencia de 1848 en Los miserables, sin lugar a duda su texto narrativo más popular. Honorato de Balzac adoptó trayectoria similar. Los Chuanes aborda la resistencia contrarrevolucionaria que ensangrentó la Bretaña francesa. Emprende luego, con La Comedia Humana, la elaboración de un gigantesco mural de época. Observa el implacable ascenso del poder financiero que hunde en la ruina a los pequeños comerciantes y fractura los más cercanos lazos familiares. Muestra la capacidad de una burguesía que supo beneficiarse de la nacionalización de las tierras de los emigrantes, vendidas al mejor postor en moneda devaluada por la Revolución Francesa. Destaca el enfrentamiento inmisericorde entre víctimas y victimarios en procura del lucro y el ascenso social. Charles Dickens, autor algo olvidado hoy después de haber hecho derramar raudales de lágrimas a generaciones enteras, se detuvo en la violencia de un capitalismo salvaje, evidente en el desamparo de una infancia abandonada a su suerte o a compartir como La pequeña Dorrit la prisión por las deudas contraídas por sus padres.
Émile Zola percibió en la aparición de las tiendas por departamentos y las consiguientes tarjetas de crédito el empleo de una fórmula eficaz para incentivar el apetito por el consumo.
Procedente de familia de burgueses, Carlos Marx se casó con Jenny de Westfalia, de origen noble. Dotado de sólida formación filosófica, dedicó su vida a la lucha en favor de los desposeídos. Forjó un pensamiento destinado a respaldar la práctica con la indispensable teoría. Hurgó en archivos para conformar El Capital, su monumental obra. La lucha de clases constituía el motor de la historia. La economía era, «en última instancia» el origen de los fenómenos sociales, políticos y culturales, a través de un complejo entramado dialéctico. En la clase obrera residía el potencial revolucionario, pero tenía que adquirir conciencia de ello para lograr su propósito. Por ese motivo, Marx consagró buena parte de su tiempo y energía a la acción política en el seno de la I Internacional. Esa entrega a la causa le costó padecer de miserias infinitas, aliviadas en ocasiones con la ayuda de Federico Engels, su fraterno compañero de ideas. El «Moro» —así lo llamaban sus allegados— disfrutaba de recitar amplios pasajes de las obras de Shakespeare. Afirmaba haber aprendido más de las obras de Balzac que de los estudios de numerosos economistas. Manejaba con soltura la prosa y no desdeñaba proponer imágenes impactantes, como la celebérrima del fantasma que recorre Europa. Uno de los colaboradores cercanos fue su yerno, el mulato cubano Pablo Lafargue. Además de su obra teórica esencial, elaboró brillantes análisis de acontecimientos importantes de la época que ilustraban la interdependencia de factores que operan en la sociedad, todavía fascinantes para el lector contemporáneo. Sus ideas no se congelaron en dogmas. Fueron «guías para la acción», según palabras de Lenin.
Para despertar el interés por la historia, tenemos que apartarnos de áridos manuales, reducidos en algunos casos a mera recopilación de datos dirigidos a una recepción puramente memorística o a la aplicación mecanicista del vínculo unidireccional entre economía y sociedad. Se impone rescatar la gran novela de la historia, con las contradicciones y conflictos atravesados por la compleja riqueza humana de los protagonistas que contribuyeron a conformarla.