Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con «pistas y señales» para toda la vida

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Sentados en círculo, con las piernas extendidas y las manos apoyadas en la yerba húmeda de rocío, una treintena de niños y niñas canta La Guantanamera. Alrededor de la fogata de una noche de los años 90, se congregan el más lento del grupo en trepar por una cuerda, la más rápida haciendo el nudo ballestrinque, el que se «despistó» buscando las señales, la que sabe orientarse en el terreno…, y todos los entusiastas exploradores de pañoleta azul o roja.

Quién le diría a la muchachita del moño hasta la cintura que, muchos años después, ella sentiría nostalgia de aquellas acampadas pioneriles en las cuales aprendió a freír huevo en una cáscara de naranja. Qué iba a imaginar Clara, la chiquita dirigente y leguleya, que algún día recordaría con ternura las clases musicales por radio con la «profesora invisible».

Quién le iba a decir al teacher Amadito que volvería a vivir —ahora junto a sus alumnos— la época de la Unión de Pioneros de Cuba, cuando por fin pudo asistir a una escuela. En su casa apenas había aprendido a leer y escribir (cuando la educación no era gratuita), gracias a su abuela Sara, porque la pobreza de la familia era tan dura como los callos de sus pies descalzos.

En su devenir de seis décadas, la organización que reúne a los infantes desde las primeras edades escolares acumula tantos afectos, aprendizajes y crecimiento, que es muy difícil recordar todos los instantes que le debemos.

Desde su creación, en 1961, la Unión de Pioneros Rebeldes— luego denominada Unión de Pioneros de Cuba y en 1977 finalmente nombrada como Organización de Pioneros José Martí— se ha constituido en la fuerza impulsora no solo del estudio y la formación académica de niños y adolescentes, sino también de la promoción de los valores y de la vocación que definen estas edades en el país.

No por gusto Rouslyn rememora con cariño la banda de música de su escuela primaria, donde los varones tocaban tambores, platillos y trompetas, mientras las niñas bailaban y hacían coreografías agitando bastones y banderas. Francisnet evoca el olor del uniforme nuevo, y el día en que le pusieron la pañoleta azul y dijo el lema «¡Siempre listos!» para hacerse Moncadista.

Por algo será que Daniel no olvida el campamento de pioneros de Tarará, el primer lugar a donde fue sin su familia, y en el cual participó en una inusitada «guerra de chancletas voladoras». Y Ana Delia todavía conserva el callo que se le formó después de llenar cien líneas con la frase «no debo hablar en clases», a causa de sus reiteradas indisciplinas.

Como actos inolvidables asociados a esa época, cada pionero crecido —y hasta con canas, quizá— guarda en un lugar especial de la memoria los desfiles martianos, la ceremonia del izaje de la bandera, las guardias bulliciosas en las que entregaban un bono después de cumplir con el deber, las casas de estudios, los concursos, las recogidas de materia prima, la siembra de plantas medicinales, los círculos de interés, las patrullas click, los enjuagues dentales masivos con flúor, los días de la vacunación…

Así, cada cual podría llenar cuartillas sobre las más hermosas vivencias surgidas durante su etapa pioneril, en la que primó la amistad, el conocimiento y la comprensión infantil de que amar a la Patria no es una imposición ni una tarea escrita en un cuaderno o repetida de memoria en la exposición de un trabajo práctico. Y esas pistas y señales aún nos sirven de guía.

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