Cada inicio del mes de marzo me trae un recuerdo infausto. Era noche cerrada. Me despertó el llamado del teléfono. La voz de una compañera me anunciaba que Batista había entrado en el campamento de Columbia. El ruido levantó al vecindario. Un rato más tarde se escucharon disparos en el cercano Palacio Presidencial. A lo largo del día todos se mantuvieron pendientes de las noticias.
Atrincherados en la Universidad, los estudiantes habían solicitado armas para intentar la resistencia. Después de alguna vacilación, el presidente Carlos Prío Socarrás buscó refugio en la Embajada de México. En el transcurso de la jornada, los jefes militares de las provincias se fueron sumando al golpe.
Cuando se produjo la ruptura de la institucionalidad constitucional faltaban tan solo tres meses para la celebración de elecciones que, con toda probabilidad, otorgarían el triunfo al Partido del Pueblo Cubano. La gran mayoría del país presagiaba tiempos ominosos. Cómplice de la caída del Gobierno de los Cien Días en 1933, Batista había impuesto una dictadura férrea, con su secuela de mártires. Ahora, el golpe de Estado prometía un futuro cargado de incertidumbre.
En realidad, la República neocolonial había desembocado en una crisis sin retorno posible. Según criterios coincidentes de especialistas norteamericanos y cubanos de todas las tendencias ideológicas, la deformación estructural de la economía se había hecho patente desde 1925 en un país dependiente del monocultivo y del monomercado, con repercusiones dramáticas en extensas zonas rurales.
Estrangulados por aranceles que privilegiaban las mercancías de Estados Unidos, los capitalistas cubanos, en extremo cautelosos, no invertían en el desarrollo de la industria nacional. El desempleo era endémico y la producción azucarera ofrecía trabajo durante algo más de tres meses al año. En aquel sombrío 1952, la reducción de la demanda del dulce imponía restricciones en el volumen de la zafra, con el consiguiente agravamiento del panorama social. La mano dura se imponía para evitar posibles huelgas obreras.
Ante la precariedad del empleo productivo, la administración pública se convirtió en fuente del clientelismo político, tal y como lo definió con acierto el historiador Jorge Ibarra. Sin programa definido, los partidos políticos que surgieron con la República proyectaron una demagogia chambelonera, huérfanos de perspectivas para el desarrollo de la nación. A costa de la hacienda pública, los tiburones se bañaban, pero salpicaban. Una burocracia parásita estaba sujeta a la probable cesantía, según los resultados de cada proceso electoral. Galopante, la corrupción se acrecentó con la segunda intervención norteamericana, a cargo de Charles Magoon.
A pesar de tanta defraudación, el pueblo nunca renunció a la aspiración de realizar los sueños independentistas. Los años 20 del siglo pasado conocieron una maduración del pensamiento social con vistas a la elaboración de un programa emancipador, de progresiva raigambre antimperialista. La dura lucha antimachadista y el evidente injerencismo norteamericano en la frustación del proceso contribuyeron a sembrar conciencia. Desde la más auténtica y profunda zona de la subjetividad, La Isla en peso, poemario de Virgilio Piñera, ofrecía un desgarrador testimonio de la realidad del país.
La violenta ruptura del curso institucional evidenció la incapacidad de afrontar los problemas de la nación por parte de los partidos políticos. Paralizados en el primer momento, los responsables más connotados de los partidos tradicionales procuraron buscar fórmulas de negociación para preservar sus privilegios, mientras la represión violaba los más elementales derechos humanos con encarcelamientos indiscriminados, desapariciones y aplicación de torturas atroces.
Con su alto nivel de popularidad y su programa reformista, el Partido del Pueblo Cubano había sido descabezado a partir del suicidio de Eduardo Chibás, su máximo dirigente. Su heterogénea composición, en la que convivían políticos tradicionales e intelectuales honestos de escasa experiencia en esas lides, determinó la fractura. Esta se manifestó en debates internos entre los llamados pactistas, deseosos de forjar alianzas con los representantes de la tradición, y los conocidos aislacionistas, sostenedores de la pureza de los principios, aunque paralizados en la búsqueda de soluciones atemperadas a las demandas de la situación creada.
Sin embargo, la prédica de Chibás había ofrecido asideros para la siempre renovada esperanza de un futuro mejor. En su sector juvenil se encontrarían los verdaderos receptores de un legado histórico. Ante la crisis de la economía, la sociedad y la política, ellos asumieron el desafío de emprender un combate radical para refundar la nación, libres de compromisos con el pasado. El núcleo inicial fue creciendo hasta conquistar a todo un pueblo.