Ya nadie se llama como ella. Ya nadie mira como ella. Ya nadie aguarda como ella, pudorosa, con la barbilla en la mano y la puerta entreabierta, siempre lista para servir a los demás.
Gloria asomó al mundo con sus trenzas de primera comunión. Largas trenzas. Su padre era carpintero y su caja de herramientas se mantenía ordenada, impecable. Su madre la dejó a los 18 años, víctima de una dolencia insuperable. Y desde entonces se aferró a Caridad, su hermana mayor.
Se encontraban en las tardes. Gloria se aparecía con el pastel de la concordia. Daba gusto verlas. Caían los silencios como perlas… hasta una tarde en que Caridad no estuvo más.
No terminó sus estudios en la Escuela Normal para Maestros, pero esa formación se le quedó bailando dentro. Solo una vez trabajó fuera del hogar: fue auxiliar pedagógica, guió a niños, los cuidó… pero la vida la devolvió otra vez a su casa, más allá de la línea del ferrocarril, después de la Universidad de Oriente.
Tal vez se asía demasiado al trapo de limpiar, tal vez; pero cuando su casa brillaba, ella brillaba. No preparó desayunos, ella preparó vidas, cuatro vidas, las de Aziel, Agner, Reuel y Adrián, sus hijos. Bien pudo ser para ella aquel poema de Geovannys Manso: «Una camisa / zurcida por sus dedos / pudo salvarnos / Dios sabe de qué…».
Si un árbol hubiera sido la semilla. Y si una pasarela, la costura. Nunca las ramas, jamás el traje. Se ha empeñado en ser invisible, casi lo ha logrado; mas su pecho ha sido mi talismán. Jamás he probado unos frijoles como los suyos. Ese olor es el olor de mi niñez. En sus manos he encontrado las manos que se han ido. La mano que acaricia salvará al mundo.
Gloria siempre está, siempre escucha, siempre tiene tiempo. Rara avis en este universo de sordos, en este planeta sin tiempo. Apenas sonríe, pero su bondad debería clonarse, debería aprenderse, debería prenderse.
Le gustaba aquel tema del argentino Alberto Cortés: «La vida llega / se va la vida / como una rueda / gira que gira / distribuyendo la fecundidad / la desventura y la felicidad». Como a todos, le ha tocado de lo uno y de lo otro.
Gloria Pineda Anglada cumple todos los junios. Los junios son tremendos. Es ya una octogenaria, las fuerzas se le escapan; pero allí sigue, con su heroísmo callado, con su grandeza esquiva. La barbilla en la mano y la puerta entreabierta, siempre lista para escuchar a los demás.