Conversando con una maestra, de esas que han dedicado más de la mitad de su vida a enseñar, me dijo apesadumbrada que muchas veces su esfuerzo en el aula caía en un saco roto cuando el alumno llegaba al hogar. Los buenos modales, hablar bajito, saludar correctamente, el respeto entre compañeros, cuidar el medio ambiente… esas son cosas que tienen también su valor más allá de la buena clase de Matemática o Español. Me preocupo por ello, decía, pero si la casa no es continuidad, estoy echando agua en un cesto.
Ya sé que algunos, mientras leen estas letras dirán que también ocurre al revés, y es cierto; la familia pide a la escuela excelencia y así debe ser, pero, ¿cuánto coopera para que ese paradigmático sueño sea una realidad? No es solo asistir a la reunión de padres y estar atento a las calificaciones de sus hijos; es también apoyar la labor del maestro, no con regalos o regaños, sino con una actitud formadora en el seno familiar. Porque el ejemplo enseña más que cualquier clase.
La calle, decía hace poco un colega, «se pone cada día más caliente». Hacía referencia a la indisciplina social de quienes se comportan de manera inadecuada en el transporte público, despreocupadamente arrojan desperdicios en el suelo, gritan de la acera al balcón o ponen la música a volúmenes insospechables.
Será entonces que todos esos males no llegarán también hasta la escuela, que quienes así se comportan no son familiares o los propios alumnos, y también, por qué no, los maestros. Sin dudas somos todos nosotros, porque si no lo hacemos, lo dejamos hacer.
Aspiramos a una escuela limpia, hermosa, pero preciso será entonces cuidar los recursos que en ella se colocan. También su entorno, la apariencia de maestros y alumnos en cuanto al porte y aspecto —que no es tener la mejor mochila o los tenis más caros— y sobre todo ese momento cumbre de la salida o entrada a clases, que algarabía lógica aparte, requiere de que a la distancia de unas cuadras continúe el correcto proceder.
Y qué decir de los hábitos de estudio. Algunos llegan a casa y al soltar la mochila terminó el vínculo con los libros. Si en casa nadie toma uno, no hay ejemplo a seguir. Y si la familia, atiborrada de trabajo, no revisa una libreta, acompaña en la tarea o sugiere una lectura, quién lo va a hacer.
El repasador —que comenzó como necesario ayudante en la preparación para las pruebas de ingreso al preuniversitario vocacional o a la Universidad—, ha ido extendiendo su labor y hay muchachos que desde la primaria ya tienen uno para hacer las tareas. Será que los padres, todos como mínimo con 9no. grado, no tienen capacidad para ayudar o es que no pueden disponer de un tiempo para dedicar a los estudios de sus hijos.
Especial reconocimiento para los abuelos, esos que con más edad y mayor tiempo libre dedican amores y saberes a sus nietos. Pero cuidado, una cosa es ayudar y otra asumir lo que toca a los padres. Esa es responsabilidad que la familia debe exigir para la mejor formación y estabilidad emocional del menor.
Y así, entretejida con la sociedad, nuestra escuela asume retos y logros en medio de un proceso de perfeccionamiento que tiene como principal objetivo elevar la calidad de la clase, y también propiciar una mejor organización escolar, en la que tanto el alumno como su familia asuman el verdadero rol que les corresponde.
Ahora, cuando se acerca un nuevo curso escolar, empeñémonos todos para luego exhibir, con pleno orgullo, una sociedad donde la sapiencia esté acompañada de cultura y educación. Como aseguró el Presidente de los Consejos de Estados y de Ministros, en su discurso del 26 de julio último, «nos toca pensar como país porque nadie va a pensar por nosotros».