Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Remembranzas del lomerío

Autor:

Graziella Pogolotti

«Cabaiguán» había sido chofer de rastras que transportaban bolos por los caminos intrincados de las montañas. Ahora estaba a cargo del camión del grupo de teatro Escambray. Laurette Séjourné —reconocidísima antropóloga franco/mexicana—  y yo,  viajábamos junto a él, apretadísimas en el limitado espacio de la cabina.

Para mostrar su habilidad, bordeaba precipicios, mientras nos explicaba el trabajo artístico del colectivo al que se había entregado con lealtad y entusiasmo, alejado durante meses, en razón de su compromiso laboral, de su natal Fomento.

Invitadas a conocer los primeros resultados del salto hacia el vacío emprendido bajo la dirección de Sergio Corrieri, compartíamos el hábitat común, una  de aquellas casamatas provisionales destinadas a la estancia transitoria de los obreros de la construcción. Se vivía bajo extrema tensión. Los últimos ensayos daban el toque final a la primera confrontación con un público que accedía por primera vez al disfrute de un espectáculo teatral.

Al cabo de meses de estudios, investigación, dudas, desaliento, debates —a veces ríspidos— había llegado la hora de la prueba decisiva. Era un lugar solitario conocido como El Bedero, en las cercanías de Cumanayagua. Un bohío tradicional constituía el único referente escenográfico. Sentadas sobre la yerba húmeda, Laurette y yo permanecíamos en la primera fila. Los espectadores se mantenían de pie. Llegados desde lejos, muchos amarraban los caballos a prudente distancia. Sin tapujos, despojada de edulcorante, La Vitrina, de Albio Paz, abordaba un conflicto latente en la zona. Los campesinos habrían de decidir el camino a tomar ante la propuesta de un cambio de vida asociado a un plan de desarrollo genético con vistas a acrecentar la producción de leche, quesos y helados.

En medio de la oscuridad de la noche, el resplandor de la electricidad se observaba en el horizonte lejano. Quienes accedieran a incorporarse al proyecto, dispondrían de agua corriente, refrigerador para la conservación de los alimentos y televisor para distraer el tiempo de ocio.

 La modernidad irrumpía en medio de tradiciones arraigadas durante generaciones. Ajena al empleo de procedimientos realistas, la presentación escénica, con sus componentes satíricos y sus rasgos de humor negro, estremecía la conciencia individual de cada espectador, lo invitaba al reconocimiento de su verdad y de la naturaleza de sus conflictos.

Concluida la representación, se abrió un debate que se extendía mientras la noche seguía avanzando. De común acuerdo, se repetiría  la función al día siguiente con el propósito de proseguir el diálogo. Acudió una multitud. Comenzaba así una gira por todo el territorio.

Para los actores del Escambray, la experiencia sobrepasó todas las expectativas. A pesar del éxito alcanzado, no hubo festejos. Muchas interrogantes quedaban por descifrar. Implicaban el papel del arte en su irrenunciable compromiso con la búsqueda de una verdad, siempre elusiva, por sujeción a realidades históricas y humanas mutantes. 

En jornadas de intensa convivencia, Laurette Séjourné había sembrado la inquietud por profundizar en el conocimiento del otro, portador de otra memoria, de otra cultura, de otro sentido de la vida.

En el transcurso de aquella breve y singular experiencia, surgió en Laurette Séjourné la necesidad de dejar constancia testimonial en un libro. Abriría un paréntesis en sus investigaciones sobre la cultura prehispánica. La antropóloga que habitaba en ella observaba, escuchaba, formulaba preguntas.

En esta ocasión no se trataba de rescatar los restos de una cultura tronchada por el embate de la colonización. Estaba ante una realidad viviente, en pleno proceso de gestación. Remisa a la simplificación reduccionista de la terminología abstracta, su interés se volcaba hacia las repercusiones  de la Revolución Cubana en el subsuelo movedizo de la conciencia humana.

Su mirada se detuvo en el grupo de actores que compartieron con ella horas de trabajo, noches de convivencia en el albergue, conversaciones reveladoras de dudas, vacilaciones, e instantes de plenitud. Obtuvo de Sergio Corrieri algunas páginas de su diario íntimo, complementado con entrevistas a los integrantes del colectivo.

Mediante un sutil manejo del  montaje, construyó un relato que merece ser rescatado del olvido cuando se cumple medio siglo de la fundación del grupo Escambray por un número reducido de teatristas que decidieron correr todos los riesgos al saltar hacia lo desconocido para tender puentes de diálogo con interlocutores marginados hasta entonces del mundo del espectáculo.

Estaban desprovistos de las herramientas necesarias para implementar la comunicación más efectiva con un universo desconocido, sin caer en la tentación  facilista de un didactismo paternalista, sin renunciar tampoco al indispensable rigor artístico. Poco a poco, ampliaron su radio de acción con un trabajo dirigido al público infantil.

Instalados definitivamente, construyeron con sus propias manos el campamento de La Macagua. Corrieri no estuvo solo. Contó con la participación activa de sus colaboradores. Tuvo a su lado a Gilda Hernández, entrenada en la investigación social, actriz, directora, supervisora de la buena marcha de los aspectos prácticos impuestos por el vivir común.  Allá, en su modesta casita, todos sabían que habrían de encontrar una taza de café y un espacio para la reflexión, la sabrosa conversada y las confidencias. Solo la enfermedad pudo arrancarla de un sito donde había decidido echar la vida y hacer su pedacito de Revolución.

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