Con toda justicia, el Día de la Cultura Cubana rinde homenaje a la presentación pública del Himno Nacional en el Bayamo recién ocupado por los insurrectos. Para nosotros, forjados en un largo batallar contra el coloniaje, cultura y nación andan juntas. Acción y pensamiento se alimentan mutuamente en el proceso de pensar y hacer un país en tierra de huracanes, siempre amenazada, tanto por la furia combinada de los vientos y los mares como por el apetito rapaz de quienes, nunca resignados, han intentado, una y otra vez, apoderarse de la Isla.
La raigal cubanía, afirma Abel Prieto respaldado por Fernando Ortiz, implica la asunción consciente de un destino. Se sostiene en un componente espiritual. Anida en la mente y en el corazón. Ha alcanzado su densidad mayor en el ininterrumpido batallar de siglo y medio. A pesar de los numerosos reveses, en ese combate se iba transformando la sociedad.
La guerra contra la metrópoli española exigía la edificación simultánea de una sociedad diferente. En gesto real y simbólico, Céspedes proclamó la independencia de Cuba y liberó a sus esclavos en Demajagua. La prédica martiana unió a los veteranos de ayer y a los obreros del tabaco. A través de Juan Gualberto Gómez tejió redes en la zona occidental de la Isla. La Cuba nueva debería surgir del esfuerzo mancomunado de blancos, negros y mestizos. En el fragor de la guerra habría de cristalizar una nación liberada también del legado infame de la esclavitud.
La intervención norteamericana frustró el sueño promisorio. Marcó un retroceso en la superación del racismo, tal y como lo revela el trágico destino de Quintín Bandera. La república nacía mutilada por la Enmienda Platt y el Tratado de Reciprocidad. Se inauguraba en Cuba el experimento neocolonial. En el plano de la subjetividad, se extendió el derrotismo, quebrantada la fe que inspiró tantos sacrificios.
Había que repensar el país a tenor de las nuevas realidades. La tarea correspondería, en gran medida, a la generación nacida entre finales del siglo XIX y principios del XX, con el acompañamiento de algunos de sus mayores. A través de un sistemático trabajo de investigación, Fernando Ortiz descubría el complejo carácter mestizo de nuestra cultura. En Azúcar y población en las Antillas, Ramiro Guerra proponía claves fundamentales para una relectura de la historia. Incansable animador cultural, Emilio Roig se consagraba a un antiplattismo militante.
La corrupción y el sometimiento a los dictados del imperio desacreditaron la política. Su potencial revolucionario sería rescatado por hombres que recuperaron el vínculo esencial entre pensamiento y acción. Este perfil intelectual encarna en Julio Antonio Mella, en Rubén Martínez Villena, en Pablo de la Torriente Brau, vidas tronchadas en plena juventud.
Mella abrió el camino para el cruce productivo entre las ideas de Martí y de Marx. Desde la Reforma Universitaria hasta las reivindicaciones sociales de mayor envergadura, entrelazó conciencia antimperialista y revolución. Atleta como él, Pablo de la Torriente Brau ejerció un periodismo renovador, dio voz a los campesinos del Realengo, combatió a la tiranía machadista y cayó como combatiente internacionalista en la guerra civil española. De frágil constitución física, el poeta Rubén percibió desde temprano el llamado de la causa redentora. Procuró el apoyo de los veteranos y patriotas, aglutinó a escritores y artistas, animó la Protesta de los Trece, inspiró el Manifiesto del Grupo Minorista hasta entregarse de lleno, en el espacio que le dejaron los pulmones perforados, a las tareas, muchas veces anónimas y desgarrantes, de la militancia comunista.
Los escritores y artistas coetáneos de Mella y Rubén abandonaron el ensimismamiento de sus predecesores. Accedieron a la prensa y fundaron revistas. Acercaron el oído a la cultura popular. Con Roldán y Caturla incorporaron el legado africano a la tradición sinfónica. Músicos, artistas plásticos y escritores establecieron el diálogo entre lo nacional y lo universal. Se definieron las voces de Nicolás Guillén y Regino Pedroso. En el musicólogo Alejo Carpentier comenzaba a madurar el futuro narrador. En la política y en la creación, se fortaleció el intercambio con la América Latina. La revolución mexicana y los proyectos culturales que dimanaron de ella deslumbraron a todos como contrapartida posible a la realidad de un continente en parte sojuzgado por dictaduras aliadas a Machado. Proliferaron los manifiestos en solidaridad con lo que estaba sucediendo en otras tierras. Entonces, el «asno con garras» reconoció en los intelectuales un peligro potencial. En 1927 edificó una descomunal «causa comunista». Arremetió contra obreros, contra la Universidad Popular José Martí y contra los miembros del Grupo Minorista. Carpentier y José Antonio Fernández de Castro fueron a dar con sus huesos a la cárcel.
Con la intervención instaurada por Caffery, Batista y Mendieta se inició una etapa de aparente reflujo revolucionario. Muchos se dejaron arrastrar por las tentaciones de una política desacreditada y corrupta. Sin embargo, la experiencia vivida dejó una simiente. El país ya no era el mismo. El sueño de una nación renovada persistía en el movimiento estudiantil, en el sector obrero y en zonas significativas de las capas medias. Marginada de los circuitos de circulación, la obra de los escritores y artistas seguía construyendo su legado desde la resistencia, rasgo común a pesar de diferencias generacionales, estéticas e ideológicas. En el mítico Hurón Azul, de Carlos Enríquez, se mantenía el espíritu de la primera vanguardia. También en el actual municipio de Arroyo Naranjo, la casa de Eliseo Diego acogía, junto a José Lezama Lima, a los animadores del grupo Orígenes. Más allá de las contradicciones, unos y otros se entregaban a la tarea de pensar y hacer la nación.
En medio de los huracanes que nos azotan, la Jornada de la Cultura cubana debe convocarnos a una reflexión productiva. Se impone profundizar en el conocimiento de lo que somos, así como proponernos la investigación y la relectura creativa de los rasgos vigentes de la herencia que nos ha nutrido.