La punta gastada del lápiz le tizna los dedos; pero la hoja sigue blanca como la nieve, y cada vez le nacen más letras. Miles de días con sus noches le han devorado un poco los ojos, pero ellos y las manos de la mujer continúan obstinados en seguir escribiendo el diccionario «más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana, dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y —a mi juicio— más de dos veces mejor», según dijera el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.
Cuentan que una tarde de 1953, cuando ya el menor de los hijos estudiaba la carrera de ingeniero industrial, la española María Moliner sintió que le sobraba el tiempo y, a sus 53 años, inició su amorosa tarea.
«Estando yo solita en casa cogí un lápiz, una cuartilla y empecé a esbozar un diccionario que yo proyectaba breve, unos seis meses de trabajo, y la cosa se ha convertido en 15 años», contaría.
Durante aquellos tres lustros, alrededor de diez horas diarias dedicaba al diccionario. Madrugaba siempre y, cuando llegaba la hora de desayunar, según los hijos, había que quitar las cosas de la mesa, acostumbrada ya a estar cubierta de frases, papeles, y el empeño y la paciencia de una bibliotecaria que pretendía acercar más las palabras y su uso a los hombres.
Las únicas herramientas de trabajo de María eran dos atriles y una máquina de escribir portátil. «Su mesa de trabajo no estaba en un despacho aislado, sino en el salón de la casa. Ella tenía una capacidad de concentración tremenda. Los niños correteábamos y ni se inmutaba; levantaba la cabeza de sus “fichas”, sonreía y seguía trabajando», recordaba Genoveva Pitarch, una de sus 13 nietos.
Pero los miles de minutos ante el montón de palabras dieron su fruto y, en 1966, la también filóloga y lexicógrafa dio por terminada su obra. Casi un millón de definiciones claras recogió en dos tomos y unas 3 000 páginas dieron forma a su Diccionario de uso del español, el cual, según ella, era «un instrumento para guiar en el uso del español tanto a los que lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden».
Y aunque ya los libros estaban publicados, María siguió haciendo fichas. «Trabajó hasta el último momento, cuando se lo impidió la arterioesclerosis que padecía desde hacía cinco años», explicó uno de sus hijos.
María Moliner, la mujer que vivió 15 años entre letras y vocablos, murió sin lenguaje a fines de enero de 1981. La enfermedad cerebral le ocasionó pérdida de memoria, pero aún tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba incluir en futuras ediciones.
«Me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años… Ella tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida», aseguró García Márquez.
Cerca de 30 000 ejemplares del Diccionario de uso del español se han presentado en sucesivas reimpresiones a partir de la primera publicación, pero siempre es un tesoro que se agota y hay que volver a sacarlo a la luz.
Por eso cuando hace unas semanas el escultor español Jesús Martínez Labrador puso en mis manos los tres tomos que María Moliner escribió sola y a lápiz, abrí los ojos como relojes y pensé en los días llenos de aquel grafito que le tiznaba los dedos y del que nacían cada vez más letras. Gracias, tengo ante mí las tres musas que una bibliotecaria convirtió en una de las obras más importantes del siglo.