La guerra es la dolencia más peligrosa contra la cual la especie humana no ha encontrado antídotos. Estamos siendo testigos de la muerte incesante de personas a manos de otras. Y en lo profundo de esa realidad prehistórica habita un egoísmo que, como dijera Martí, es el gran mal de este mundo.
Ese egoísmo acrecentado exponencialmente parece haber disparado nuestros genes jurásicos, de tal modo, que ni la ciencia ni la poesía han sido suficientes para evitar escenas dantescas como las oleadas humanas de emigrantes, o las estampas sepias de ciudades enteras bombardeadas, o la crucifixión o decapitación de seres inocentes.
Los sobrevivientes estamos siendo testigos de una violencia extrema, en espiral, que parece no terminará jamás. La paz es de una fragilidad pasmosa y un privilegio que toca nuestra Isla a juzgar por el nivel de locura que padece el mundo.
El asunto es tan serio que me impulsa a compartirlo con los lectores para recordar que violencia es violencia y que, aunque en intensidades menos dramáticas, ella se ha enseñoreado en partes de nuestro entramado social como consecuencia de estos años difíciles. Es un fenómeno al cual debemos salirle al paso sin miedo aunque pacíficamente, siempre dispuestos a romper la reacción en cadena que suele generar.
Muchos adultos parecen haber olvidado el tono bajo de la voz para comunicarse; las malas palabras pueden aflorar como si nada; y en una suerte de guapería barata, con suma frecuencia cualquiera arma un espectáculo manoteando y amenazando.
La oleada ha llegado hasta los más pequeños, niñas incluidas, quienes pueden contar con pasmosa naturalidad cómo fue que le dieron con el puño cerrado a un amiguito, el de jugar todos los días, porque este le había propinado antes una patada. Ellos reflejan, como espejos en ciernes, la actitud de quienes ya estaban en este mundo pues, como afirman los expertos, la violencia se aprende.
Hay una muy peligrosa que asoma en los modales de quienes trabajan en entidades nacidas supuestamente para servir a los ciudadanos: detrás de un mostrador o de un buró se suceden feos gestos con los ojos, explicaciones de mala gana o que no se dan, catarsis indignas de quienes han sido designados para atender al prójimo, burlas, falta total de ética como resultado de un agobio generalizado del cual algunos hablan para justificar su impericia, su falta de eficacia, de profesionalidad y de humanidad.
La violencia es altamente contagiosa, y el único modo de enfrentarla es apelando a las reservas de vergüenza que pueda tener el violento (a) en su universo interior; es apelando al sentido común, desarmando pieza a pieza, con argumentos bien pensados, con paciencia y altura, la impronta del peligroso. Si nada de eso fuera suficiente, hay que acudir a la ley y a las entidades responsables con hacer cumplir esa ley y el orden.
El tema es urgente, porque un país que se atasque en múltiples trances interpersonales atravesados por la violencia está poniendo en juego sus posibilidades de desarrollo, su futuro, sus mejores esperanzas.
Y en la historia que nos ocupa la paz no caerá del cielo sino que se dará desde nosotros mismos, como una elección sumada a la de otros hasta conformar la tendencia que deslegitime a quienes piensan haber nacido en un parque jurásico, donde la opción del cuellilargo no satisface: ellos pretenden ser el Tiranosaurio Rex.
Afortunadamente a muchos en esta Isla la vocación por la agresividad «no nos parece…» bien, no nos seduce, no nos convence ni arrastra, no nos paraliza.