Un artículo publicado hace dos semanas en esta propia página de Juventud Rebelde ha suscitado un extenso debate. Numerosos lectores respaldan su visión crítica de los intelectuales, mientras escritores y reconocidos cineastas toman la palabra a través del correo electrónico. Tanta ebullición bajo el implacable sol de agosto me impulsa a terciar en la polémica.
Empezaré por decir que, al igual que un célebre personaje teatral conocido por hablar en prosa sin saberlo, todos escuchamos música culta sin tener conciencia de ello porque se utiliza con frecuencia en el cine, en la musicalización de programas televisivos, mientras Vivaldi resuena en el teléfono cuando se transfiere una llamada. Pero el tema es más complejo de lo que parece. El empleo indiscriminado de los estereotipos esconde trampas que pueden acarrear malentendidos de alcance imprevisto. En este caso —y pido disculpas a mi colega— implica una subestimación de las capacidades del pueblo —no olvidemos al Che en El socialismo y el hombre en Cuba— y una visión caricaturesca de los llamados «culturosos».
Propongo empezar por el principio y definir el concepto de intelectual. Sin apelar a los clásicos, me remito a Julio García Luis. En su tesis de doctorado conocida en ocasión del Congreso de la UPEC, llamaba la atención sobre la amplitud incluyente del término que abarca a periodistas, maestros, científicos y pensadores relacionados con distintos campos del saber. A esa noción acudimos cuando afirmamos que la Revolución ha forjado en el último medio siglo un extenso capital intelectual. El desarrollo de la enseñanza artística ha sido uno de los logros indiscutibles de nuestra Revolución. En los años más duros del Período Especial, Fidel llamó a salvar, ante todo, la cultura, escudo de la nación. El antiintelectualismo ha sido históricamente una de las armas de la reacción. Sus egresados han dado continuidad a nuestra tradición en lo culto y en lo popular.
El crecimiento de la automatización y la informatización en la sociedad contemporánea aumenta el peso demográfico específico de los trabajadores intelectuales en relación con los encargados de las tareas manuales. Todos forman parte de un mismo pueblo, tal y como lo manifestó Fidel en La historia me absolverá, su memorable documento programático. Excluía entonces de esa definición a los sectores vinculados por intereses de clase al imperialismo. Muchas veces desempleados, los artistas aparecían expresamente mencionados en el detallado desglose de los precarizados por el sistema. La lectura atenta de los mensajes de los lectores en respuesta al artículo revela malentendidos que conviene esclarecer en bien de las mayorías y en favor de la unidad requerida para la construcción de nuestro proyecto de socialismo participativo y sustentable. Reflejan un estado de opinión en cuanto al desasimiento de los escritores y artistas respecto a los problemas más acuciantes de nuestra realidad. Algunos de ellos, una minoría, ha conquistado mediante su trabajo espacios en el mercado que les permite disfrutar de un nivel de vida muy satisfactorio en comparación con sectores más deprimidos de la sociedad. La gran mayoría, incluidas importantes figuras del mundo de la creación, comparte con su vecindario condiciones modestas de existencia. Aún los hombres y las mujeres que disfrutan de mayor bienestar se sienten comprometidos en el destino de la nación. A través de la Uneac, organización que los agrupa, han canalizado señalamientos críticos que desbordan reclamos gremiales y se vuelcan hacia temas de tanta relevancia como la educación, el patrimonio urbano, las manifestaciones de racismo y el funcionamiento de los medios masivos de comunicación.
Una golondrina no hace verano. En algún que otro ambiente propicio pululan los enfermos de vedetismo, los vanidosos que evocan la fábula del sapo rodeado por el coro de ranas, los intelectuales de pacotilla. Pero este fenómeno no es propiedad exclusiva del entorno intelectual. Resulta más agresivo y dañino en los que hacen ostentación de bienes de dudoso origen en el decorado de sus residencias, en el vestir y en la chabacanería más estridente.
Conozco mecánicos que disfrutan la música clásica. Entre lo culto y lo popular ha habido una dialéctica ininterrumpida a lo largo de la historia. Don Quijote desafiaba molinos de viento. También lo hizo Sancho, desde su sabiduría pueblerina, al querer impartir la justicia verdadera en la ínsula Barataria. El negro Salvador Golomón es el héroe de Espejo de paciencia, el poema fundacional de nuestra literatura. En Concierto barroco de Alejo Carpentier, su descendiente ficticio irrumpe con los ritmos de la percusión cubana en el carnaval de Venecia, con un desenfadado contrapunteo compartido con eminentes personalidades de la música. No es hora de reinventar falsos antagonismos. Es el momento de superar estereotipos falaces, tanto aquellos que separan al intelectual de la sociedad a la que pertenece como los que subestiman la capacidad creadora del pueblo. La Revolución cubana reconoció en la cultura uno de los derechos conculcados a las masas. De lo que se trata es de abrir accesos, expectativas y horizontes, de enriquecer la vida espiritual de todos para que cada cual encuentre en las distintas alternativas, la vía para el mayor disfrute y para la reafirmación de la propia identidad.