Mucho se habla y con razón de burócratas y negligentes, de maltratos y desatenciones. También de conductas excepcionales, grandes aportes —en cualquier campo— y resultados destacados. Poco o casi nada, de quien sencillamente día a día, sin perseguir fama, gloria ni agradecimiento, hace bien lo que le toca, a veces sin hacerse notar, salvo cuando por alguna razón no está y entonces recordamos aquello de que nadie sabe lo que tiene hasta que no lo pierde.
Piense en alguna de las personas con quien trabaja. Es posible que no sea la que más ni mejor hable, quizá no sea talentosa o brillante, o tal vez sí, aunque siempre a la sombra de otras que lo son más. Puede que no se destaque por ser la más eficiente o la de mejores resultados, pero no falta a su jornada laboral, nunca llega tarde, ni es de las que pierden el tiempo.
Puede ser, incluso, que desarrolle su trabajo en condiciones muy complejas, con limitaciones materiales, problemas de toda índole y tensiones cotidianas, pero todo ello suele verse tan normal que no siempre se repara en que hacer las cosas bien en circunstancias excepcionales vale tanto como hacerlas de forma excepcional en condiciones que no lo sean.
Es poco probable que llegue a ser vanguardia —a nivel nacional o de su centro—, Héroe o Heroína del Trabajo, pero es honesta y consagrada, y la actitud, la dedicación y el esfuerzo también cuentan.
¿Cuántas personas no habrá así? ¿En cuántas está pensando usted ahora mismo? No son pocas, estoy seguro. A veces escatimamos con ellas el reconocimiento necesario, inspirador, imprescindible, que va más allá de ratificarla una vez más como «cumplidora» en la asamblea de emulación del sindicato de su centro, o de categorizarla como «seria y responsable» en la evaluación anual de su desempeño, o de la felicitación impersonal, o de poner su nombre en un mural que casi nadie lee.
No se trata de renunciar a fórmulas de estímulo que han demostrado su validez cuando no se asumen de manera formal, como una tarea más u otra orientación que hay que ejecutar, pero en no pocas coyunturas reconocer una actitud pasa por gestos infinitamente más sencillos, por ejemplo, estar al tanto —seamos jefes o compañeros de trabajo— de cuántos problemas dejó atrás alguien para zambullirse en la vorágine de la vida laboral, en el torbellino de tareas por cumplir; por la presencia a su lado, la ayuda oportuna, por compartir de alguna forma lo que hace.
Son necesarios también la palmada en el hombro o el comentario elogioso, informal, no necesariamente público, si algo, por simple que sea, quedó bien —aunque fuera un deber hacerlo así—, y en ello se puso amor o empeño, o ambos; o por la frase de aliento, por qué no, cuando a pesar del esfuerzo, de haber dado todo de sí, algo no le salió como debía, aunque se haya incumplido con aquello por lo que debemos responder o se haya comprometido un resultado decisivo.
En fin, solo abogo porque les hagamos sentir todos los días a esos anónimos artífices de muchos «milagros» cotidianos, que nos importan, y que si bien nadie puede considerarse imprescindible, sin ellos la obra que edificamos sería imperfecta e incompleta.