Sucedió hace ya unos cuantos años, y todavía complace recordarlo: el rubicundo turista tenía revuelto el ADN vándalo cuando se desplomó desfachatadamente sobre un sofá en el lobby del hotel Plaza, al extremo de poner los pies calzados con unos sucios Adidas sobre el damasco y reírse satisfecho de su osadía.
«Viene a hacer aquí lo que en su país no puede», comentó alguien acremente. De inmediato, un joven empleado del hotel, con exquisito inglés y flema insólita para sus genes yorubas y andaluces, le solicitó educada pero firmemente que respetara el mobiliario y las buenas costumbres.
Cuando el procaz paliducho se incorporaba, más de un cubano testigo se sintió reivindicado en esa filosa frontera de la autoestima nacional. A fin de cuentas, la memoria es peligrosa: a solo metros, en el Parque Central, y salvando las distancias en connotaciones y épocas, la misma soberbia empujó en 1949 a ebrios marines yanquis a encaramarse sobre la estatua del supremo cubano y orinarla.
Lo peor del día del sofá en el hotel Plaza fue el remache: sonó a retortijones del alma el ruego de un genuflexo cubano, para quien Hatuey era solo una cerveza; el mismo que compartía extasiado con varios turistas, como si retrocediera en la máquina del tiempo y se postrara ante Diego Velázquez: «¡Caballeros, es un yuma! ¿Cómo lo van a tratar así, si viene “de afuera”?»
Ciertos neoserviles han proliferado en estos años de apertura y auge turístico, confundiendo al país con un retablo o con cierto bazar del olvido y el provecho. Ante el visitante se deshacen en lisonjas y adulaciones. Unos, pillos, porque buscan febrilmente su agosto; otros, ignorantes, porque viven hechizados y creen que quien desembarca o aterriza es un ser alado, que vive en una troposfera de riquezas y complacencias.
Esos mucamos le permiten al de afuera lo que no perdonan a sus hermanos. Son caricatura o deformación neocolonizada de la hospitalidad y el sentido cordial y abierto con que abraza el cubano solidariamente a cualquier extraño, venga de donde venga y esté donde esté.
«De afuera»: lo fijó sagazmente el dramaturgo Héctor Quintero en los tempranos años 80, en una de sus sarcásticas comedias representadas en aquel Teatro Musical que apenas vive en la escena del recuerdo. De afuera: algo así como una exhalación de todo lo perfecto, ordenado y superior, para algunos compatriotas canijos que jamás entenderán la vindicación martiana de «Nuestra América».
Esos obnubilados no distinguen matices en quienes bajan de aviones y cruceros: como si, entre muchos visitantes virtuosos y dignos, hasta solidarios y amorosos de Cuba desde el respeto, no se infiltraran ciertos groseros buscavidas que recuerdan aquellos personajes de quinta categoría alistados en los galeones de la Conquista, para buscar riquezas a cualquier precio.
Al abordar este fenómeno, no debe obviarse que Cuba permaneció años cerrada al turismo foráneo y con el dólar penalizado a lo interno. Y cuando se abrió esa compuerta, urgidos por la crisis económica, prevalecieron compartimentaciones y relegaciones hacia el nacional, que por suerte van desapareciendo. Ahora el nuevo y serio problema es que tengas o no los recursos para hospedarte en un buen hotel o comprar en las TRD.
Tampoco se puede olvidar, para no repetirlo, que ciertas instituciones públicas le han hecho el juego a esta tendencia neoservil cuando, en una política de doble rasero, le exigen al cubano ciertos atributos y normativas para acceder a no pocos sitios; en contraste con la sumisión permisiva con que tratan al foráneo.
De la cerrazón bruscamente a la apertura, inevitablemente hay quienes mitifican todo lo que esté, allende el mar, sobre todo hacia las latitudes «nortecinas». Y hasta ven en sus propios familiares emigrados, cuando pisan suelo, una filial de la Cruz Roja Internacional. Empiezan a «desnudar» al tío o a la prima ya en la terminal aérea: esto es mío, esto es mío, sin sopesar lo que cuesta.
Los anuncios de cambios y flexibilizaciones en la política migratoria del país, aun con los desafíos que traigan a la sociedad cubana, prefiero verlos como oportunidades para levantar la autoestima nacional y no destapes para la vulnerabilidad. A fin de cuentas, si el cubano viaja más, podrá ver más de cerca cómo está el mundo, y también aquilatar por contraste buenas cosas de su país.
Al final, la lección es que Cuba no puede vivir en una campana de cristal, y debe poner a prueba audazmente sus virtudes y valores como sociedad, abriéndose y preparándose para cuanto fenómeno nos llegue del mundo. Nuestras fortalezas, que son bastantes y sui géneris, valdrán más sin muros ni escotillas, que no sean la dignidad de quien predica servir, y no lo servil.