No hubo prensa. No hubo ruido. Pero algo en la madrugada soltó la vieja herrumbre de la sombra para avanzar definitivamente al Alba.
¿De qué sustancia están hechos los héroes?, se preguntaba alguna vez un gran cronista. De qué mineral compartidor y etéreo levantan «su edificio tronante de guerreros». ¿Cómo logran el salto olímpico entre el egoísmo nuestro de todos los días y la insólita bondad de darse a los días de otros?
A las 4 y 30 de la madrugada de este 7 de octubre, las buenas causas fueron un poco más libres. René González, uno de los cubanos presos en Estados Unidos por frustrar la rapiña y el odio, cruzó la verja de la cárcel de Marianna, en Florida.
Afuera, su abogado, sus hijas, su padre, su hermano. Y la urgencia de abrazarlos sin los ojos de hierro de la prisión, sin el frío administrativo de las salas judiciales, sin los flashes indiscretos de los periódicos.
Irmita, a la que dejó aquella otra madrugada con 14 años, es una psicóloga de 27. Ivette, que salía en las fotos de niña mimada con carita regordeta, tal vez ahora pueda hablarle de algún novio. Él mismo, de barba negra y tupida cuando comenzó la campaña por su excarcelación, puede verse en la piel las huellas del combate.
«Estaba eufórico», me cuenta Sarita, su cuñada, que está en Cuba, pero recibió rápido, como Olga, la esposa, e Irma, la madre, la palabra telefónica ya sin ataduras.
¿Qué le habrá dicho René, casi al umbral de la suerte, al último uniformado que se topara en la penitenciaría? ¿En cuántas cosas alucinantes y bellas habrá pensado en su noche final en El Hueco? ¿O tal vez se habrá acostado rápido, para que nada se interpusiera en el ritmo del reloj?
Cuentan que cuando salió iba cantando El Mayor, ese himno de Silvio a otro héroe que dejó la sábana lujosa para domar el lomo de la manigua. ¿Cómo se escuchará el canto de un hombre extraño, felizmente extraño que recupera su aire?
¿Y esas primeras horas a cielo abierto sin poder tocar a la mujer que lo ha esperado tejiendo y destejiendo el tapiz de la nostalgia, porque a ella no la dejan entrar allá y él no puede salir mientras dure su estatus de «libertad supervisada»?
¿Y sus compañeros, que ya han cedido el nombre propio para llamarse, junto a él, sencillamente los Cinco, the Cuban Five?
Antonio, el poeta, casi se imaginó, bebiendo un buchito de café cubano en los labios de su amigo. Gerardo, que aún carga sobre su hombría dos sentencias eternas —como si el ensañamiento pudiera arrancarle más de una vida—, ¿sentirá en las piernas del hermano aún más a la aurora imaginada? Fernando y Ramón ¿cómo fantasearán desde ahora con la fecha en que ellos mismos puedan quebrar el grillete?
¿Quién recibió la sentencia mía, la reja para mí?, podría decirse parafraseando al poeta. Y habría que pensar en ellos, que penar con ellos, que llorar con ellos.
En las cámaras personales de Irmita e Ivette quedó grabado el instante prodigioso para traérselo a mamá, la Penélope ausente, y a Irma, otra Cubana que echó un hijo a pelear con todos los demonios.
Pero en la imaginación, es decir, la poesía, tal vez sea mejor que cada uno de nosotros se dibuje su propio minuto de gloria.
Eran las 4:30. Amaneció temprano.