Cada vez que se habla de solvencia casi siempre nos remitimos a esa deseable capacidad de cubrir con holgura lo que cuestan las necesidades y obligaciones perentorias de la vida material, saldar deudas sin demoras y de disponer de más para emprender nuevos proyectos, pasarla bien, y enfrentar cualquier eventualidad emergente, sin desfallecimiento de las arcas. Merecido se lo tienen quienes lo lograron por medios legítimos, social y legalmente irreprochables. Aunque infelizmente no siempre suele suceder así.
Pero a la vez existe la solvencia moral, esa humana integralidad en que se fundamentan la autoridad reconocida y el prestigio, que comienza a forjarse desde el seno familiar y se manifiesta por igual en las más diversas esferas socializadoras, las que corresponden a la comunidad, los espacios de estudios, laborales y recreativos, y desde luego el de las ejecutorias de mayor visibilidad pública.
Es en todos esos ámbitos donde, vivencias por medio, nos la pasamos, ejercitando la compleja construcción subjetiva de la imagen de los otros. Pero si en algo parece haber una especial sensibilidad a flor de piel es para detectar a quienes predican lo que no hacen, los del «haz lo que digo, pero no lo que hago», pertenecientes a lo que calificamos de doble discurso o doble moral, esos hipócritas insolventes de golpes de pecho que propagan la insolvencia generalizada.
Con ellos la exigencia se desploma, porque al frente de cualquier colectivo contaminan a los demás, debilitan la autoridad que alguna vez tuvo, se sumergen en complicidades y contubernios para saquear recursos y amañar deberes de servicios a la población en provecho propio, ocultar y falsear datos para mantener a flote el sistema que se armaron, hacen cundir las indisciplinas toleradas y disimuladas, por aquello de que «si tú me sabes, yo te sé también, que te mojaste».
A esta categoría de insolventes pertenecen los porfiados amantes de prohibiciones excesivas para todo y todos, que pueden llamar continuamente a perseguirlas con saña pero no se las aplican a sí mismos, o a sus gentes más cercanas, con las que únicamente están comprometidas. Y en general aquellos con cargos y responsabilidades insensibles ante el derroche, remisos a la vez a conectar con las necesidades de la población y el dolor ajeno, mientras disfrutan de lo lindo.
Suelen ser tan creídos y necios desde sus temporales parcelas de poder o influencia, que subestiman la sensitiva inteligencia ciudadana para visualizarlos en el país conviviente y desinflar los globos cada vez que la cuenta de lo que dicen ofrecer no cuadra con la realidad palpable, porque solo la verdad, por incómoda que resulte, se reverencia.
La solvencia moral tiene que ser siempre indispensable fortaleza del cuadro, ese protagonista vital de las transformaciones por cuya formación y cuidado tanto se preocupó el Che. En ello les va la ejemplaridad, la autoridad y el prestigio, y por lo tanto la confianza de que cuanto diga se ajuste a lo que hace. Será siempre la mejor carta de crédito, otra dimensión de la riqueza.