En uno de sus movimientos en espiral ascendente —como dicen algunos pensadores que la Historia avanza—, esa señora del tiempo parece haber dado otra vuelta para colocarse, 50 años después, en el mismo punto de ánimos y urgencias vividos por Cuba aquel 28 de septiembre de 1960.
De ese modo miré las cosas este martes, mientras escuchaba durante una hora y algunos minutos, a Fidel que apareció ante el pueblo al filo de las ocho de la mañana, con su uniforme verde olivo, y un destello sorprendente, precioso en su gorra: una estrellita.
Teniendo como telón de fondo al antiguo Palacio Presidencial, hoy Museo de la Revolución, y frente a sí a las decenas de miles de capitalinos en representación de todos los cederistas del país, Fidel se acercó al podio y comenzó a extender a los presentes sus ideas. Era fácil advertir que la Historia no solo asciende en espiral, sino que además es un entramado donde todo se interconecta en una suerte de filigrana que tenemos la responsabilidad de atender y entender, para que los sucesos no nos tomen como hojarasca temblorosa que arrastra el viento.
Fidel habló del privilegio que entraña para él haber vuelto al mismo sitio 50 años después, y reparó en que la inmensa mayoría de los reunidos este martes no habían nacido aquella noche en que se fundó la organización de masas: lo que se divisaba en las primeras filas eran cubanos muy jóvenes, y adolescentes. Pero igual de «nuevos» eran los testigos de aquella noche de 1960, en que la abrumadora mayoría de los asistentes tenían menos de 30 años, o estaban dejando la infancia, o eran todavía niños.
El líder de la Revolución y sus compañeros eran luchadores con más o menos tres décadas de vida. Sus palabras, dichas al pueblo aquella noche del 60, parecen haberse escrito para ahora. Fascinó ir descubriendo eso ayer, mientras él daba lectura a su discurso dedicado casi por completo a traer al presente frases y circunstancias del instante histórico de cinco décadas atrás.
No se alejó Fidel de un concepto que me atrapó el corazón, y que no es nuevo, pero que por estos días adquiere especial relevancia: la decencia de este pueblo, su incapacidad para odiar a pesar de haber sido agraviado tantas veces por un imperio torvo, que nos odia como hace el amo con el esclavo que se rebeló, que enfermó de soberbia sin par por la simple existencia de una Revolución apegada a la dignidad, a la vida, al ser humano.
Pareciera de hoy esa frase que dijera a los testigos de aquel encuentro de 1960, cuando ya habían sentido la estridencia de cierto petardo financiado por el Norte: se han creído —los enemigos— eso de que vienen los marines, eso de ya está el café colado.
Y ahí el pueblo escuchó la propuesta histórica, hecha por Fidel, de crear un sistema colectivo de vigilancia revolucionaria; y más adelante el concepto, hasta hoy tan vigente, de que el imperialismo juega con este pueblo sin saber quién es; y la certeza de que nuestra lucha es larga y dura.
Cincuenta años nos han entrenado en batallar contra sucesivas administraciones de «hombres de colmillos largos», como los ha calificado Fidel. Ese tiempo transcurrido nos ha hecho más sabios (dice el Comandante, con razón, que tenemos que llegar a ser algún día doctores en Revolución y en política). Todos estos años nos han enseñado a cantar más alto en medio del dolor; nos han hecho soltar la mejor resina, como hacen los árboles cuando son heridos una y otra vez (por cada petardo, por cada muerte, más obras en pos del ser humano).
Y con todo lo vivido, sabemos que la frase compartida hace 50 años por el líder —acerca de que la pelea no termina, apenas comienza—, es cosa del hoy, no del pretérito perfecto.
Ya parecían haberse fundido ambos momentos históricos, el de este martes y el de 1960, cuando Fidel habló de dos armas infalibles: la inteligencia y el valor. Ellas, recordó ayer como cuando la gran rebelión de la Isla era un hecho naciente, deben ir a la par.
Y gracias por los petarditos —había dicho el joven dirigente aquella noche—, porque nos han servido de mucho a lo que estábamos explicando. Sonó más de uno, y la gente se mantuvo imperturbable. Igual hoy pudiéramos decir a nuestros verdugos, esos cuyas sillas permanecieron vacías en La Habana durante nuestra demanda al Gobierno de Estados Unidos por tanto daño material y espiritual causado por el terrorismo: gracias por mostrarnos de lo que son capaces. La lección ha sido terrible, pero inolvidable.
Al cabo de una hora, Fidel expresó a las miles de personas que le atendían este martes: «No vacilo en proclamar que hemos cumplido; y ustedes seguirán cumpliendo la promesa de aquella eterna noche», dijo en clara alusión a mantener viva la Patria.
Como todavía el sol no molestaba y la mañana había ayudado con un velo de sombras, el Comandante en Jefe propuso seguir hablando un poco más. Fue ahí que sus palabras comenzaron a delinear asuntos tan graves como el de las armas nucleares y las consecuencias catastróficas que ellas podrían acarrear a la humanidad.
Por eso es tan vital, como el gran luchador nos decía este martes, amar al prójimo, al más cercano, al vecino. Impulsarnos los unos a los otros. Sostenernos. Y luchar por ideas que lo merezcan, no por deseos irrelevantes. Luchar por aquello que le dé sentido a nuestro frágil paso por este mundo de estridencias y peligros.
Y es obvio que para sobrevivir a tanto desatino, deben seguir en pie las promesas de aquella eterna noche del 60. Es obvio que no son urgencias de otros tiempos, sino de estos, y de los que están por llegar.