Ocurrió hace poco menos de una semana y aún no logro reponerme: así, con tanta fuerza, han quedado prendidos los dulces recuerdos del corazón del Escambray, atesorados en el amplio recorrido que hicimos por los caminos del Che.
Fue una especie de viaje reparador el que emprendimos varios colegas de Juventud Rebelde por los trazos sempiternos del macizo montañoso del centro de la Isla, empecinados en coronar la cumbre de la montaña después de transitar por las venas de la historia nacional.
Cerca de las diez de la mañana, el guía abrió el trillo que nos conduciría —a la distancia de 2 500 metros— a Caballete de Casa, reconocido como Monumento Nacional, donde a fines de 1958 el Che, comandando la columna Ciro Redondo, se instaló con su tropa.
Allí cada detalle colmó nuestros sentidos: nos dejamos enamorar por la profusa vegetación que dibujaba inmensas cortinas verdes en el aire, por las mariposas blancas que acariciaban las faldas de las montañas, por la fragancia de los helechos mojados y por el vuelo del sinsonte en el palmar.
En plena alma de la sierra, acompañados por los jóvenes Malena, Dubier y Deynis, pudimos imaginar la estampa de aquellos años endurecidos por las condiciones de la guerrilla.
Desgranamos una y otra vez historias al pie de la Comandancia, el anfiteatro, frente a las barracas que servían de dormitorios, la enfermería, la cocina, varias postas, el refugio, y otras instalaciones armadas con madera rolliza y yagua, que fueron cuidadosamente rescatadas por el encomiable esfuerzo de 25 jóvenes que siguen el sendero del que murió en La Higuera.
Intentamos despejar en nuestras anécdotas los sueños, desesperos, obsesiones, fatigas, desvelos de cada combatiente, a los que les iba la vida en cambiar el horizonte de Cuba.
«Cómo pudieron desandar esa ruta larga y preñada de angustias hasta alcanzar la independencia de la nación…; de qué materia estaban hechos…», volvió a repicar en mi mente la admiración que me acompañó cuando en tercer año de Periodismo subí a la cima del Turquino, y paladeé la excepcionalidad de aquellas criaturas para las cuales no existen moldes posibles.
Transitábamos así, con estas meditaciones, por el terreno angosto, húmedo y pedregoso que surcó el Che al intrincarse en la cordillera, buscando un sitio que sirviera como campamento de reserva y centro de entrenamiento.
Cuentan que no permaneció mucho en este lugar, por las características propias de aquella guerra, pero Caballete de Casa mantuvo a buen recaudo a los luchadores clandestinos más perseguidos por la tiranía en las ciudades, y a los nuevos combatientes que se sumaban. Aun en medio de aquella naturaleza indomable pudo instalarse una planta de Radio Rebelde, y también se prepararon muchos de los hombres que liberarían Sancti Spíritus y otros que participaron en la toma de Santa Clara.
Resbalones aquí, zapatos rotos allá, tropezones en la sinuosa ruta, las más simpáticas peripecias salpicaban el ascenso, y un último aliento nos sirvió para disfrutar la hermosa vista que se ofrecía desde la cúspide, a más de 700 metros sobre el nivel del mar.
Un poco más de dos horas de escalada por enroscados vericuetos sirvieron para que nuestra menuda tropa —Mara, Yodanis, Zita, Marianela, Lidia, Manuel y Miguel Ángel— viviera y descifrara la historia que desborda cada rincón de aquel intrincado escenario, y para quedarnos definitivamente con esta expedición estampada en el alma. Y con el Guerrillero palpitando aún más dentro de ella.