Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El que enseña, aprende

Autor:

Luis Sexto
Hace cuatro días regresé de Caracas. Partí el pasado 6 de julio. Y a mi llegada me premiaron con una habitación a cinco metros de la plaza Bolívar, el mismo espacio donde se enardece sin descanso la estatua ecuestre del Libertador ante la cual Martí se postró sin quitarse el polvo del camino. Como cualquier cubano en estos días, yo también, antes de alojarme, repetí el gesto del Apóstol.

Llegué para impartir un taller de periodismo comunitario, enviado por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí, según el convenio con el Ministerio de Comunicación e Información de Venezuela. Fui allí como han de ir hoy los hombres de buena voluntad: en acción de servicio. Como suele suceder, el que intenta servir es también servido. Y el que enseña, aprende. Regreso, pues, conmovido. No hablaré de la situación política. Los especialistas de la información internacional saben más de ese asunto que este escribidor. Solo sé que hay lucha y que la Revolución es una fuerza contradictoria, pero ardiente y, sobre todo, necesaria. Millones de venezolanos la urgen. La herencia de pobreza y subdesarrollo que la oligarquía capitalista dejó aún está en pie. Y también en pie continúa todavía la opulencia de la clase expoliadora.

Tuve unos 25 alumnos. Todos escriben y editan periódicos comunitarios o alternativos: mensuarios, semanarios, bisemanarios, o azarosos periódicos que salen cuando Dios quiere. Es la prensa de la Revolución, que en vías está de mejorarse para oponer con efectividad la verdad revolucionaria a la «verdad» manoseada de los medios comerciales.

De mis alumnos, este alumno que soy trae la certeza de la calidad humana de todos aquellos atentos peleadores. Y cómo, por tanto, no iba a entregarme durante seis horas cada día a la discusión técnica del estilo del periodismo o a exaltar el interés que lo ha de hacer legible y atractivo, cuando supe que esos medios a veces son sufragados por el propio dinero de sus editores, trabajadores pobres, o que piden a instituciones para solventar las deudas de la tirada. Con cuánta proeza, con cuánto milagro de carne y hueso nos deslumbra la Revolución.

Creo que en mi memoria se demorará la figura de Tomás Siverio. Sus 74 años no le estorban para editar un periódico en su municipio, como abanderado de la conservación ecológica. «Que la muerte me alcance trabajando», dijo, y luego, dándome un ejemplar de Los vencedores, me pidió que se lo desguazara para hacerlo mejor.

Aún sonrío ante la figura quijotesca —alto, flaco, noble, ocurrente— de Mahyol Vielma; ciudadano de allá, de Mérida, en montañas adonde sube en cuatro horas de mulo desde el punto en que se baja de un vehículo. Nunca allí han tenido electricidad. Y sin embargo, compone un periódico para su gente. El último día, el del balance de 14 jornadas juntos, Mahyol nos obligó a que dejáramos salir las lágrimas de la felicidad. «En mi tierra se dice que loro viejo no aprende hablar. Yo estoy viejo y cuando entré en el aula y vi las computadoras tuve ganas de regresarme: no sabía ni encenderlas. Y ahora, las enciendo, y veo más clara mi tarea de periodista inspirado por el entusiasmo y las necesidades...».

Ah, Tomás Siverio, Mahyol, Romero, Juan Carlos, Glexis, Luis Tovías, Mendoza, Rolland, Laureano, Antonio, Danila, Alba, Angi, Juanita y los demás... Ah, jóvenes y viejos aprendices; gente a prueba de decepciones cuyo sentido crítico les estruja a los gobernantes locales de la derecha su corrupción o su indiferencia, o les advierte a los de la izquierda que no pueden decidir erróneamente u olvidarse de sus compromisos con el pueblo venezolano. Para estos alumnos de periodismo voluntario y abnegado, la peor crítica es la que no se hace.

Y después, a pesar de toda esa grandeza, de toda esa claridad revolucionaria y de la jerarquía que les proviene de la virtud, me llamaban profesor. Está bien. Lo acepto. Soy el profesor. Pero ellos son mis maestros. Y tiene Venezuela en mí un servidor en actitud de aprender la lección de la solidaridad y de la generosidad. Y esta frase me trae resonancias martianas, como aquel atardecer del pasado 6 de julio cuando, a imitación del Maestro de todos los cubanos, bajé la cabeza bajo los cascos encabritados del caballo de Bolívar.

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