Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ley nos manda a todos

Autor:

Luis Sexto

Entre nosotros culebrea cierta mentalidad defensiva. Es, según mi parecer, el resultado de la unanimidad aparente. Nos ha parecido inquietante, incluso ofensivo que alguien no vea las cosas de la manera que la vemos supuestamente todos o como algunos desean que se vean. Y ante una opinión un tanto discrepante, se yergue la guardia, sable en mano, del que estima que el universo puede tambalearse porque alguien tenga un punto de vista diferente.

¿Es así o acaso me equivoco? Creo saber un poco de mi país para aceptar que me acerco a la verdad. Y mire que hemos hablado, exigido que la gente piense por cabeza propia. Pero no está de más recordar que a veces se nos divorcian las palabras de los hechos. Y lo que aprobamos en teoría, resulta muy complicado ponerlo en práctica.

En estos días, al leer el discurso de Carlos Lage en la reunión de los presidentes de gobiernos municipales, topé con una idea fundamental en la cultura política de la Revolución: saber escuchar. Ello lo recomendaba el Vicepresidente del Consejo de Estado y explicaba que un cuadro debía detenerse cuando oía algo diferente a lo que él pensaba.

A mí me gusta más el último verbo: oír. Hay un matiz distintivo entre oír y escuchar. Tal vez sea un equívoco, una ilusión o un capricho de alguien que, como este periodista, trabaja con el idioma, pero me parece que escuchar es el gesto de acercar el oído y que oír es percibir el sonido e interiorizarlo: grabarlo para luego evaluarlo. Porque si interpretamos que detenerse a escuchar es guardar la forma, la urbanidad, la buena educación, a lo mejor seguimos apuntalando la mentalidad defensiva —es decir, la sordera burocrática— con otros medios. Es decir, ponemos la atención del que oye llover... Por hábito.

Oír implica, pues, tener lista la capacidad de rectificación. Eso mismo recomendó Lage al expresar el pensamiento revolucionario de que «la verdad está en el pueblo». Y para hallarla se ha de estar en contacto con el pueblo. Por una simplísima razón: es el que sabe lo que pasa, bueno o malo, porque se beneficia o lo sufre.

Me parece entender que esas ideas componen una convocatoria a echar a un lado la visión autoritaria de la sociedad y de la gente, ese mirar para arriba o para abajo desde la vertical, ignorando que existen los lados y las líneas horizontales. Nos han llamado a asumir, en consecuencia, la gestión de gobierno o de administración como un servicio que se desempeña en nombre del pueblo, al que hay que rendir cuentas, aunque a algunos, habituados a no hacerlo, les cueste tanto como caminar descalzos sobre un pedregal.

Ese es el riesgo. Porque ciertos hábitos, ciertas visiones no dependen solo de la voluntad, o de las virtudes o defectos humanos, sino de las estructuras sociales, que por momentos amarran, restringen las iniciativas, las decisiones de cabeza propia... En ese sentido creo ver un peligro en la misma descentralización de algunas decisiones que atañen a la economía, en particular a la agricultura. El afán centralizador puede resurgir en el municipio, con mayor capacidad de dañar, si se le facilita al autoritarismo estar por encima de las instituciones. Al escabullirse el control, la exigencia de la asamblea del Poder Popular del municipio, pueden los encargados de dirigir sobre bases de racionalidad y efectividad a la agricultura local, perder la noción de lo conveniente o lo inconveniente.

Hay, en efecto, que defender las prerrogativas del Estado. Creo en el Estado como garantía del equilibrio, la justicia, la equidad, la igualdad conquistada por la Revolución. Pero habrá que tener en cuenta que si queremos oír al pueblo, hallar la verdad en el pueblo, hemos de admitir que los intereses del Estado pasan por los intereses del pueblo, de la sociedad toda.

Esa doctrina proviene desde lo más puro y revolucionario de nuestra historia. El Padre Varela supo prever, en sabia anticipación, que «ningún hombre manda a otro hombre; la ley los manda a todos». Ante la ley, pues, hemos de detenernos a oír; detenernos para precisar el dolor, la insuficiencia, la verdad de cuanto es y debe de ser, aunque no coincida con lo que creemos que es. No hay otra manera de corregir los errores y la impaciencia que compartir el oído, la palabra y el poder. ¿No parece la mejor defensa de cuanto amamos y queremos preservar?

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