No es la primera vez que en esta columna intentamos ver las cosas desde otro punto de vista. Sigue asombrando que entre las palabras más usadas en nuestro lenguaje socio político, tengan particular incidencia los términos control y sanción. Es decir, suele inquietarnos que tan solo tengamos en cuenta que la indisciplina puede corregirse únicamente mediante la relación falta-castigo.
Los hechos, hasta ahora, están mostrando que si bien el control y la exigencia en el ámbito laboral son acciones imprescindibles, de lógica razón contractual, no bastan por sí mismos. Ninguna ley o regla rige en abstracto, sino en un ámbito material y espiritual. Claro, al hablar así casi resulto elemental. Pero, cuando uno observa el comportamiento de la realidad, estas cosas ya no parecen tan elementales, porque uno cree verlas aplicadas maquinalmente, sin el análisis integrador consecuente.
Les contaré una breve historia. Hace muchos años conocí a un oficial de las FAR, jefe de una unidad, que cuando le presentaban a algún soldado que había dormitado durante algunos segundos en la guardia, antes de emitir su opinión o la sanción procedente, preguntaba: ¿Cuántas horas hace que no duerme? Y así actuaba habitualmente. Esa persona ha llegado a ocupar responsabilidades políticas porque, en efecto, es un político. Cuando se trata con seres humanos, los juicios no pueden responder a maquinales aplicaciones de la «ley y el orden».
El control no lo resuelve todo. En términos laborales, junto con la natural exigencia de la disciplina, habrá que preguntarse si verdaderamente el trabajo es capaz de estimular hasta el punto de que el trabajador sea capaz de adoptar la ética que lo anuda a su labor y al espacio jurídico laboral. ¿Es suficiente el salario; dispone de todos los medios que faciliten su labor; goza de higiene y protección; es adecuada la comida; se le trata como genuino dueño socialista de los medios de producción; mejora su vida si él consigue mejorar la calidad de su trabajo...?
No estoy justificando la indisciplina, ni convirtiéndome en abogado del diablo. Simplemente hago mi trabajo, que me gusta, ayuda a sentirme socialmente útil, y quienes lo controlan saben facilitarme la tranquilidad básica para que yo escriba con honradez mis ideas.
El control, pues, para que resulte efectivo ha de derivar en autocontrol. Lo dijo el Che —y también algunos teóricos que piensan sobre este tema—: la disciplina tiene que ser consciente; transformarse en conciencia de la necesidad de actuar correctamente dentro de una concreta concepción jurídica y económica.
El control también requiere del llamado trabajo político; no de la retórica que adormece u obliga a bostezar. El trabajo político se ejerce, a mi juicio, cuando los trabajadores, en vez de ver a sus superiores como entidades etéreas, intocables, sin privilegios abusivos, los sienten cercanos, en plano de igualdad. Trabajo político es lograr que los trabajadores sepan, en la práctica, que quien los controla no juzga los actos humanos sin tener en cuenta las circunstancias.
Las consignas, por supuesto, no pueden convertirse en la fórmula movilizadora de todos los días. El tiempo humano es una magnitud finita. Se gasta y no se recupera. Y el trabajo es una tarea que si colma apetencias de cristalización espiritual, también y fundamentalmente es el molde del bienestar de cada individuo y su familia. Tiene que tener básicamente ese sentido. ¿O a qué nos referimos cuando hablamos de hombre, mujer, familia? ¿Tienen todos que sentirse bien aunque el lugar no sea el sitio donde «tan bien se está»?
Tal vez, las palabras más urgentes de hoy, por encima de control y sanción, sean esas que confirmen que nuestra sociedad reflexiona en cómo organizar el trabajo de modo que sea la única fuente humanizada de riquezas.