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Remate contra la net

Autor:

Juventud Rebelde

No sé si lo que gravitó en mí fue ese manantial de ocio que nace en el verano, el cual invita no a la haraganería, pero sí a la recreación «desmedida» y a muchas cosas más que no diré. Lo cierto es que me embullé, con conocidos y amigos, a practicar voleibol.

Las primeras jornadas fueron demasiado duras. Casi todos terminábamos con dolores en numerosas partes del cuerpo.

Pronto alguno —no publicaré su nombre de nuevo— tenía un dedo multiplicado por dos, el hombro echando humo, el abdomen y la rodilla izquierda a punto de estallar. Y ese era el de menos dolencias.

Si cualquiera desea saber cuán oxidado está, solo debe fingir que es deportista e irse a una cancha en cualquier fecha de las vacaciones. Al otro día no podrá virar el cuello.

Sin embargo, con el tiempo nos adaptamos y organizamos un torneo. Claro, éramos tan malos que ningún equipo lograba hilvanar combinaciones simples.

En cuanto a las condiciones de juego: la net semipodrida, fue situada a una altura razonable —de modo que cualquiera pudiera rematar—, se marcó con cal el terreno y rescatamos una pelota que a cada rato se ponchaba (la inflábamos con una jeringuilla de inyectar cerdos... y cerdas).

Todo aquello superaba el panorama de otras canchas. ¿No se han fijado cuántos por ahí usan un cable o un hilo en el lugar de la net? ¿Y no han visto cuántos utilizan una pelota «Micasa», hecha en casa, con media y lana, para practicar voleibol? No hablemos ya de las pelotas fabricadas con preservativos. Por cierto, ¿será por eso que ocasionalmente se pierden de las farmacias? Otra incidental: ¿por qué resultará tan difícil conseguir una bola de cualquier deporte, incluso de béisbol, pasatiempo nacional?

Por mi lado: pronto me alisté como atacador principal, aunque cuando no la pegaba contra la malla, la enviaba lejos, muy lejos. Me empezaron a llamar, a la sazón, el «Kinde», por mis descomunales remates jonrones.

En una ocasión hasta pensé retirarme. Valga que otros «atletas» tuvieron actuaciones tan pésimas que me estimularon a continuar. Surgió, por ejemplo, Maigel, voleibolista impresionante de 1,39 metros de altura, que se hizo célebre por sus ataques aflaizados. Apareció también El Chino, con 239 libras, malísimo en el recibo y el voleo. Una vez, sin embargo, sacó bien.

¿Qué decir de Julito, aprendiz de árbitro? A cada rato se le atoraba su pito plástico y acudía a la voz. Sus frases predilectas: «Guindao, te guindaste», y «Pesca’o, eres un pesca’o», formas de graficar las faltas en la red.

Un sábado fue a rematarnos el equipo de un barrio cercano. Cuando nos vieron dijeron a coro: «¡Qué liga tan mediocre!». «¡No saben ni pasarla!». Parecíamos pésimos, en verdad. Pero si algo sabíamos hacer entonces —bueno, al menos yo— era pasarla.

Me di cuenta, temblando, que enfrentaríamos a Giba, Rafa Pascual y Yoel Despaigne. Con todo, resultaron tan toscos como nosotros. Cada vez que decían: «Pónmela enana» (refiriéndose a una chiquitica) la remataban por debajo de la malla. Cada vez que decían: «Viene hembra» (forma machista de catalogar una devolución fácil) la dejaban picar en zona seis.

No obstante, un día tuve mala suerte: uno de los dos remates que se dieron en 99 partidos de torneo me cepilló la oreja izquierda cuando me encontraba en la uno. Todavía hoy el oído me trina como un trompo.

«Esa me la desquito», sentencié con rabia en aquel momento. Fue una promesa que se llevó el río (y no precisamente de Janeiro): la net se acabó de trozar, el balón, de medio palo, no aguantó una patada más (nos hicimos expertos en defender la bola con los pies, en una especie de volifútbol) y la cal del terreno se convirtió en arena.

Me quedé, en fin, con las ganas, el cuerpo como una canción (Puro dolor) y con la oreja hecha un volcán...

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