En silencio, muy lentamente, acabamos de decirles a nuestros hijos que Eva Forest ha muerto. A sus cuatro años, sus rostros reflejan los nuestros. Julio Antonio ha preguntado: «¿y no la veremos más?», y cuando pronunciamos el difícil, «No», César responde: «¿y no podemos hacerle una estatua?».
En Hondarribia, viví una semana en la casa de Eva y Alfonso. Allí un amigo recordó que uno reconoce olores en todas las casas, menos el olor de la propia. Conservo el aliento de aquella casa, los recodos de su olor.
La casa de Eva tiene el olor de Eva. Pero si uno la observa, la casa actual nada tiene que ver con el mapa de su nacimiento. La casa ha ido cambiando según las edades, más bien según las estaciones, de Eva. El pasillo, las flores de la fachada, el baño lleno de fotos y hojas secas, han tomado la consistencia física de sus brazos, piernas y rodillas. El pasillo de la escalera tiene la forma de su corazón: allí donde los carteles anuncian las batallas por la libertad de Eva, carteles en castellano, en euskera, en francés, en inglés, carteles que claman por la libertad de ella, Eva presa, Eva sin saber de sus hijos, Alfonso expulsado de país en país, mientras Eva recibe en prisión las visitas de los torturadores y los poemas de Alfonso.
Al pasar por un estadio de fútbol, no recuerdo su nombre, Eva comenta emocionada que, tras salir de la cárcel, allí la recibió una multitud que deliraba en la felicidad del coraje. Su cara se enciende. En ese momento, ella es el rostro de la libertad, de los que luchan, caen, se levantan y siguen. Eva en Madrid, en Vietnam, Eva en Cuba, en Iraq. Ella es el rostro de la tristeza, del dolor de las pérdidas, pero es también la faz de una conquista: cuando se ha arrebatado al miedo la posibilidad de ser uno mismo.
Eva nos hace descender por una montaña enrevesada. Hace detener el automóvil y nos lleva hacia un muro. Allí escuchamos, en silencio, el ruido del mar. Allá abajo, rompen las olas. Eva narra, despacio —todavía en susurros décadas después— su historia de la lucha contra Franco, la gestación de Operación Ogro, habla de amigos que quedaron, de personas que deberían estar siempre, de la memoria como una trama de dignidad a diario conquistada.
Veré cómo le explico a César que la silueta de Eva es incapaz de ser atrapada en una estatua. Le diré que puede dibujar su sonrisa. Una sonrisa que no cesa. Una sonrisa que lo llevará, impertérrito y tenaz, por el camino rudo de la verdad.
Pablo de la Torriente Brau escribió semblanzas a las que tituló Hombres de la Revolución. Eva figurará, en las múltiples reescrituras de esas crónicas, como una mujer de la revolución. Al igual que los héroes de Pablo, la risa de Eva tiene una feroz capacidad de contagio, cuando se hace sangre en la tenacidad de la solidaridad, del amor, de la amistad, de la lucha y de la crítica de la lucha que se hace nuestra.
Pienso ahora en Hiru, un proyecto editorial tan desmesurado como realista, llevado por tres mujeres y un hombre («que es casi una mujer más, cosa que decimos como un gran elogio», decía Eva), uno de los catálogos de ideas de izquierda más lúcidos en lengua española en las últimas décadas y que Eva solventaba con dinero robado literalmente a sus almuerzos.
Pienso también en Los nuevos cubanos, libro aún inédito, donde Eva entrevistó a campesinos en la provincia de Granma, buscando en ellos el testimonio de otra vida. Su interés: la sociología, o más bien, la antropología del «hombre nuevo».
Hace dos años, Eva y Alfonso volvieron a aquel lugar, allí donde había trabajado entonces Eva con otras compañeras. A su regreso, ella, riéndose , contaba cómo las «guajiras» la habían reconocido, y sobre todo, cómo mostraban a las «más nuevas» a Alfonso, cual trofeo de guerra, y le llamaban con cariño «el marido de las gallegas». Alfonso reía también.
Pero Alfonso sigue riendo. Quien haya conocido a Eva Forest de la manera en que Alfonso Sastre la ha conocido es poseído ya para siempre por una risa inevitable.
Hace tiempo prometí a Eva una carta de amor. Se lo dije a escondidas de Alfonso. Él sabe comprender. Lo hago aquí.
Eva, ten siempre, como si fuesen nuestras, porque lo son, las palabras de Alfonso: «Y un día, compañera, volveremos triunfantes al espacio habitado que jamás era nuestro».