Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ay, no cierres, compadre

Autor:

Luis Sexto

Cada día se va haciendo más difícil encontrar puertas abiertas: tiendas, oficinas públicas, hospitales, reducen sus accesos con pretextos aparentemente tan graves como el control y la protección, en una tendencia que algunos empiezan a calificar como síndrome de las puertas cerradas.

Nadie, desde luego, se opone a que se controle y proteja. Es necesario. Parece discutible, en cambio, que para ello se agravie, se complique la existencia de la gente. ¿Negará usted que si alguien limita la entrada o la salida, los clientes, los usuarios, los pacientes se verán obstruidos, condenados a discurrir por una especie de cuentagotas, con el agravante de ver allá o acá puertas bajo llave o clausuradas con una tranca soez?

Resulta evidente que cuando no se discrimina, cuando no se tiene en cuenta los derechos de las personas, la mayoría sufre cuanto se ordena o hace con el propósito de evitar el ingreso de algún indeseable o detectar a quien se lleva, entre sabe Dios qué rendijas de su cuerpo, lo que no le pertenece. Como si pagaran justos por pecadores. O como si todos fuéramos culpables hasta tanto demostremos lo contrario. Según mi criterio, con acción tan restrictiva y de tanto alcance, será más fácil controlar y proteger, aunque no podemos asegurar que se consiga la efectividad.

Pero lo sabemos desde hace mucho: el facilismo no merece aplausos. Ni implica méritos. El mérito proviene de realizar lo dificultoso, exigente, heroico. Y cerrar puertas resulta habitualmente una operación fácil para el que cierra.

Digo cerrar, y la experiencia, la confrontación con el día, nos conduce mucho más allá de las puertas físicas. Porque cerrar implica también anular, oscurecer, limitar. Como limita, oscurece, anula, por ejemplo, que hayan cerrado el balneario de San Diego de los Baños, sobre cuyo episodio me ha escrito un lector. Pero de ello hablaremos en un próximo viernes. Prosigamos sobrevolando la tendencia a cerrar, a trancarse de banda, a oprimir el freno. Admitamos que esa reacción negadora, intransigente, sale a los pasillos, las calles, las aceras con una frecuencia incontrolada. Los que piden control, a veces no se controlan.

Hace un tiempo, presencié un hecho que me confirmó la amplitud de abanico del verbo «cerrar». Un director ejecutivo visitaba una entidad con fines de ver y juzgar. Y le salió al paso un obrero común, una persona sin eso que se nombra importancia. Le pidió una entrevista para confiarle ciertos problemas. El director lo citó para más tarde. Y el jefe local, le dijo: «Para qué lo vas a recibir; ese tipo está loco». El calificativo hizo el estruendo de un portazo, cuyo propósito era impedir la comunicación que, quizá, clarificaría lo que todavía continuaba en la oscuridad. Afortunadamente, el director puso el pie de modo que no se cerrara la puerta que no le querían abrir.

Claro, según pienso sobre el asunto, y me percato que el facilismo silba alguna melodía melosa, tentadora: es decir, es sabroso, dulce, también comprendo que nuestra educación —por momentos sumamente interesada en las «notas de clase» o en la reproducción más que en la interpretación—, ha coadyuvado a que unos y otros, estos y aquellos, vean en el hecho de quitar o cerrar la solución de cualquier problema práctico. Me explico, para cerrar puertas físicas o sociales, hay que haber cerrado mucho antes las puertas del entendimiento, la comprensión y la siempre recomendable flexibilidad.

Estoy creyendo que pensar tiene demasiadas espinas.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.