Las inversiones millonarias de Estados Unidos en el sector militar no han podido impedir la eclosión de un mundo multipolar. Autor: Semanario Universidad Publicado: 01/02/2025 | 08:16 pm
Estados Unidos ha convivido en un estado en guerra permanente los casi dos siglos y medio de su existencia independiente. Ello no resulta extraño si constatamos que, desde la llegada de los primeros colonos europeos a ese territorio, recurrentes grados de violencia en diversos ámbitos han marcado su conformación como nación y sus modos de vida, entremezclados con una acendrada creencia, casi religiosa, de que son un pueblo superior y escogido por Dios.
Ese dogma cobró fuerza y se integra con la naturaleza belicista de Estados Unidos hasta nuestros días, en su fase imperialista y cuando las tensiones internas han aumentado por muchas razones, y una de las más importantes es el marcado incremento de las desigualdades y sus secuelas, así como la incitación xenofóbica en una nación históricamente propensa a recurrir a la violencia, como parte de una cultura nacional de conductas y significados compartidos y aprendidos que se transmiten a lo largo de generaciones.
Apuntemos solamente a la violencia genocida y la fuerza extrema desatadas contra los pueblos originarios de Norteamérica y su casi total exterminio; el despiadado régimen de la esclavitud y la presencia de sus huellas y desgarraduras hasta nuestros días en un racismo crónico y la brutalidad policiaca endémica contra la población afroamericana. A lo que se suma la violencia contra los trabajadores y sus sindicatos desde fines del siglo XIX, la creciente criminalización y represión del migrante, y una alta tasa de violencia, crímenes de odio y balaceras que acompañan la extendida proliferación y uso de armas de fuego.
El destacado historiador estadounidense y profesor de la Universidad de Yale, Greg Grandin, expresó: «Nuestra nación nació en un genocidio, cuando abrazó la doctrina de que el americano original, el indio, era una raza inferior… Desde el siglo XVI en adelante, la sangre fluyó en batallas por la supremacía racial. Somos quizá la única nación que intentó, como una cuestión de política nacional, exterminar a su población indígena».
Viene al caso citar también a nuestro José Martí, quien no solo habló de la exacerbación de sus diferencias primarias que lo convierten «en un estado, áspero, de violenta conquista», sino también previó las tendencias que denominó imperialistas que se abrían en «un pueblo rapaz de raíz» y «criado en la esperanza de la dominación continental». «Desde años vengo temiendo y anunciando se viene encima (…) la política conquistadora de los Estados Unidos». «Se preparan para deslumbrar, para dividir, para intrigar, para llevarse el tajo con el pico del águila ladrona».
Inmunidad estratégica frente a falsos peligros
Naturaleza que reemerge una y otra vez, y se impone hoy enarbolando falsos peligros, proveedores de un cheque en blanco para militarizar la economía, bajo un estado de seguridad nacional, aunque en el plano estratégico vive un entorno pos Guerra Fría extremadamente favorable.
Gracias a su ubicación geográfica, lejos de las principales zonas de conflictos bélicos, a sus vecinos amistosos (y débiles), a su extensa y dinámica economía, ligada a la preponderancia del dólar en las finanzas internacionales, así como a su arsenal nuclear seguro, EE. UU. enfrenta muy pocas amenazas significativas. Ni Rusia ni China, a pesar de su rápido ascenso, pueden ni tienen motivos para desafiar la soberanía o la integridad territorial de que goza y que el politólogo Eric Nordlinger llamó «inmunidad estratégica».
En pocas palabras, la mayor parte de cuanto sucede en el planeta es poco relevante para la seguridad nacional de Estados Unidos, aunque no respecto a los intereses de dominio sobre el resto del mundo, bases de sustentación económica, ni a su propensión al uso de la fuerza para contrarrestar la gradual, pero evidente declinación.
Esa conjunción se corresponde y tiene razón de ser en la maraña de poderosos intereses corporativos alimentados del negocio de la guerra y la producción armamentista; en el arraigo que esa economía de guerra tiene en una parte importante de la población a lo largo del país, y en la sustentación y sintonía que todo ello encuentra en el lucro y la explotación rentable de los conflictos bélicos y las agresivas pretensiones de dominación global.
El espectro político interno le es favorable. La proyección política internacional y militar cuentan con un respaldo abrumador desde ambos partidos dominantes —demócratas y republicanos—, apoyados en poderosos medios de información y en la conformación cultural e ideológica de las masas. Así funciona cuando se trata de aumentar el gasto militar o la ayuda a Ucrania e Israel, por ejemplo, a pesar de la falta de apoyo público a ambos conflictos y la oposición activa al genocidio en Gaza.
El objetivo planteado a fines de la II Guerra Mundial de mantener una amplia superioridad militar disuasiva ante los adversarios devino fin y ha condicionado la carrera armamentista, incluso después que el fin de la Unión Soviética lo puso en entredicho.
Otras supuestas amenazas a la seguridad nacional fueron articuladas e infladas, sirviendo de base para una voluntad bipartidista ampliamente mayoritaria en pro del gasto militar. Cada año se asignan recursos y cifras superiores al millón de millones de dólares para esos fines, mientras buena parte de la infraestructura económica del país se desmorona, y el monto de la deuda pública sobrepasa al cuantioso Producto Interno Bruto de la nación.
Seguir por ese curso ilógico se impone, principalmente, por el enorme peso económico, político, mediático y cultural del llamado Complejo Militar Industrial, extensa red de entidades públicas y corporaciones privadas —alimentada con fondos públicos—, ramificada a lo largo del país y de la cual dependen miles de subcontratistas y decenas de miles de puestos de trabajo.
Esto se refleja en la disposición de la amplia mayoría de la élite y del cuerpo político nacional, incluidos los legisladores asociados a esos intereses, de apoyar con entusiasmo el aumento constante del gasto militar, la política exterior agresiva y las aventuras bélicas. La industria de armamentos, entidades asociadas, grupos financieros, tanques pensantes y complejos mediáticos tienen un peso de primer orden en los centros de poder del país, evidenciando la naturaleza imperial del proyecto estadounidense.
Los presidentes de turno se aferran a esa concepción calcificada y militarizada de la seguridad nacional que desde la política exterior generan el caos y aplastan la soberanía de otros países, y a lo doméstico provoca un efecto contrario a la democracia que proclaman.
En los últimos 40 años tratan de preservar la primacía estadounidense mediante el recurso de la fuerza, afianzado en las estructuras de diseño de políticas en el Pentágono, el Departamento de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional, donde se cimenta la presencia creciente de elementos neoconservadores y los enfoques militaristas para mantener lo que queda del estatus privilegiado del Estados Unidos de otros tiempos, por lo que han retomado la idea mesiánica de ser una nación excepcional y con derecho a actuar sin frenos.
Se trata de una crisis de hegemonía y de legitimidad que entraña la descomposición —pero también el empecinamiento— del bloque histórico, oligárquico y racista, que data de la guerra civil en 1865, que junto al sistema político se han visto desestabilizado por el contradictorio impacto de la globalización capitalista —de la cual durante algún tiempo fueron principales beneficiarios en la supremacía política, económica, militar, tecnológica e ideológica—, pero que cambió con la emergencia de nuevos centros de poder.
A lo interno surgen nuevas fisuras, enlazadas con las múltiples fracturas sociales existentes en el país. EE. UU. parece encaminarse hacia una situación de cierta inestabilidad endémica.
Es pertinente citar las palabras del recién fallecido expresidente James Carter, cuando definió a su país como «la nación más guerrera de la historia del mundo». Y agregó: «Dejando de lado factores como la inercia burocrática y las maquinaciones del Complejo Militar Industrial —el Pentágono, los fabricantes de armas y sus defensores en el Congreso comparten un interés obvio en descubrir nuevas “amenazas”—, una explicación probable se relaciona con una élite política cada vez más incapaz de distinguir entre el interés propio y el interés nacional».
Sin embargo, en respuesta a ese proceso de apariencia inexorable, el poder en Washington hace más de lo mismo que provoca su declive, esbozado en el Pentágono, más endeudamiento y emisión monetaria, manipulación y agresiones.
De modo que es difícil avizorar el momento en el cual Estados Unidos, por su propio interés y necesidad de mantener su status como «potencia», reacomode y refrene las desmesuradas pretensiones imperiales y los insostenibles niveles de crecimiento de su maquinaria bélica en medio de tensiones financieras y otras consecuencias nefastas. Pero la belicosidad y el carácter destructivo de su papel en el mundo se mantendrán en el futuro previsible. La declinación seguirá su curso.