Al comienzo de su extraordinario libro Los jacobinos negros el historiador trinitense C. L. R. James resume en dos líneas lo ocurrido en la mañana del 12 de octubre de 1492: «El primer desembarco de Cristóbal Colón en el Nuevo Mundo fue en la isla de San Salvador, y tras alabar a Dios inquirió con urgencia por el oro». Pocos años después de aquella fecha, un hombre valiente, admirable y justo como el Padre Las Casas, diría que esos primeros conquistadores habían llegado «con la cruz en la mano y una insaciable sed de oro en el corazón».
Lo que siguió fue uno de los capítulos más tenebrosos de la historia. El exterminio, la encomienda, la mita, las enfermedades importadas y el choque cultural produjeron en el primer siglo y medio de colonización un pavoroso descenso demográfico. Para mediados del siglo XVII apenas sobrevivían en América tres millones y medio de indígenas, de los entre 70 y 90 millones que, se calcula, había en 1492. La invasión de América por europeos —en palabras de José Martí— constituyó «la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso».
Paralelamente, los colonizadores de las varias potencias que se disputaban el saqueo de estas tierras desataron uno de los más atroces crímenes que conozca la humanidad: el de la trata y esclavización de personas negras secuestradas en África como mano de obra en el lucrativo negocio de las plantaciones. Entre el siglo XVI y el XIX fueron arrancados de ese continente una imprecisa cifra de varias decenas de millones de seres humanos. No en balde, con estremecedora agudeza, el poeta martiniqueño Aimé Césaire señaló que el intolerable crimen de los nazis fue que osaron tratar durante varios años a numerosos europeos como numerosos europeos habían tratado a buena parte de la humanidad durante siglos.
Pese a todo, no es posible negar la trascendencia del acontecimiento producido en 1492. La llegada a nuestras tierras de europeos, portadores de los valores y apetitos de la naciente sociedad capitalista, fue el inicio de la mundialización del mundo y de la conversión de la historia de la humanidad en una sola historia. A partir de entonces se inició además, gracias a aquella expoliación, el desarrollo del capitalismo moderno en Europa occidental y el surgimiento de la América Latina y el Caribe. E incluso la división del mundo tal como lo conocemos.
No se trata a estas alturas de reverdecer leyendas negras ni de atacar a un país entre los varios que, incluso con tanta o más brutalidad, participaron y se beneficiaron de la dominación y el despojo. De lo que se trata es de condenar toda forma de colonialismo, neocolonialismo y explotación (pasados y presentes), y de denunciar cualquier intento de imponer una leyenda rosa o glorificar a perpetradores e ideólogos de tales atropellos. Se trata también de entender cuándo y cómo comenzó el proceso según el cual unas pocas naciones se enriquecieron a costa de otras.
Los habitantes de nuestra América, ese «pequeño género humano» al que se refería Simón Bolívar, descendemos física y culturalmente —de entre la enorme amalgama de nuestros antepasados— de conquistadores y conquistados, de esclavistas y esclavizados, y no renegamos del pasado ni vamos a renunciar a la herencia de lo mejor de la llamada cultura occidental, que también nos pertenece. Pero reivindicamos el legado de los oprimidos, y sobre todo el de la resistencia encarnada en quienes se sublevaron hace ya cinco siglos contra los opresores y todos los que en este lado del mundo, desde entonces, han decidido echar su suerte con los pobres de la tierra.
La Habana, 12 de octubre de 2024.